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lunes, 28 de marzo de 2011

Muamar el Gadafi camino al All Inclusive, o una teoría alternativa de la conspiración

Imaginemos por un momento un parque recreativo en alguna coordenada escurridiza aledaña al triángulo de las Bermudas. Difícilmente será la clase de lugar que podamos mirar desde el aire, con esa democratización de la paranoia que han instalado en nuestras crédulas mentes herramientas como google earth, con imágenes tan informativas sobre el mundo objetivo como lo eran las escenografías de The Truman Show. Hagamos un esfuerzo, llevemos nuestra imaginación donde nuestros ojos no pueden y veamos qué maravillas oculta esa tierra prometida a los tiranos del medio oriente. Seguro habrá mujeres cuidadosamente seleccionadas, cisnes asados, armas de última generación para hacer tiro al blanco, exquisiteces ha tiempo extintas de nuestro mundo informe y homogéneo; en suma, chacota para rato. La pregunta es, ¿a cambio de qué? ¿Qué deben hacer los tiranos como Sadam Hussein, o ahora Muamar Gadafi para alcanzar ese edén particular sin el obstáculo odioso de suprimir las libertades individuales, enfrentarse a la censura de los organismos internacionales y al hábil tartufismo de los Estados Unidos? Nada hay más sencillo, deben perseverar en su papel, ejecutarlo incluso, con una rigurosidad stanislavskiana.

La guerra representa siempre un gasto, una apuesta. Nadie hace la guerra no esperando conseguir alguna retribución. Incluso las instituciones más nobles y humanitarias no están libres de preocupaciones pecuniarias, ¿cómo habrían de estarlo petroleros y bursátiles? De ahí que la guerra, sea siempre para sus promotores una oportunidad para hacer negocios. Claro que esos negocios deben dejar el protagonismo a luchas de otro tipo, léase, ideológicas, humanitarias o antiterroristas, para crear en la mente de los espectadores una versión aceptable, edulcorada de los resabios acres de la moneda. Por eso las tropas estadounidenses siguen en Irak, desde el 2003 por injustificable que parezca. Es que la tierra sigue escupiendo petróleo, el mismo con el que los ciudadanos iraquíes pagan la reconstrucción de su país. Son estas luchas el principio manifiesto, sin el cual no podrían operar los intereses de los más inescrupulosos a resguardo del juicio público. Una vez enfriado el conflicto, que se filtre alguna información, que se generen dudas de proporciones cartesianas por los teóricos de la conspiración, que se escriban best sellers que tal vez diviertan a más de algún funcionario de la Casa Blanca. Qué importa, todo es inútil, esas fantasías no pasarán de escandalizar a algunos y enloquecer a los más pueriles. Si Muamar Gadafi está sentado sobre la reserva de petróleo más grande del mundo, más vale que le enseñemos a ser malo. Patrocinemos sus excesos, vistámoslo a la moda, que sea un Calígula temible e inexcusable. Así el mundo civilizado encontrará como desenlace perfectamente verosímil, la venganza a los ultrajes del vicio.

La historia reclama la muerte de Gadafi, de aquí a dos años, después de haber volado un aeropuerto atestado de gente decente que paga sus impuestos. A sus familias démosle un ahorcamiento tan creíble como el de Sadam Hussein, la guillotina para calmar a los franceses, o la silla eléctrica a la usanza tejana. Es igual, se pueden ensayar todas disponiendo de dobles tan fácilmente secuestrables como el actor chileno Alejandro Trejo, que sólo nosotros echaríamos de menos. El reino de las evidencias está repleto de falsedades orquestadas.

Desde la cabina de un jet invisible a los radares portorriqueños[1], Muamar verá la escenificación de su propia muerte. Contemplará sin poder creerlo a su doble y aliviará el nudo en su garganta con un trago de Jack Daniels mientras el piloto anuncia que están próximos a aterrizar. Un pensamiento oscurece fugazmente su alegría, ha olvidado el cepillo de dientes.



[1] El autor de este artículo no se documentó sobre la procedencia de los radares portorriqueños, pero sospecha que fueron adquiridos luego de prolongadas colaboraciones con el gobierno de los Estados Unidos, por lo tanto, queda al lector dirimir si sus capacidades venían o no limitadas desde su fabricación.

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