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lunes, 21 de noviembre de 2011

Contrapunto y Sistema Abierto

Lo propio de una percepción es el cambio cualitativo, el paso de la materia de un estado a otro que lo excluye. Pero ¿qué materia decimos que cambia? ¿Dónde está la cosa sino entre medio de un estado y otro? Un mecanismo "cinematográfico" la hace posible. Así describe Bergson el proceso que ocurre en la memoria humana ya en 1896, adelantándose no sólo al cine, también a lo que sólo pudo florecer luego y constituye su verdadera esencia; el montaje

Es conocida la inclinación de la filosofía a tomar ejemplos o ilustraciones de sus ideas del mundo de lo visible. Pareciera que el ojo fuera el órgano, que en un sentido metonímico, está más cercano a representar la totalidad del alma, su disposición intrínseca, si se quiere. Sin embargo, ningún filósofo aceptaría que el proceso de percepción ocurre en el órgano, como ningún cineasta sostendría que la película está en los fotogramas. ¿Dónde ocurre? ¿Dónde existe este cuerpo que cambia sino fuera de él? ¿Cómo puede resolverse esta aparente contradicción?


El Caballo Académico

Hay ciertas formas sensibles que se ajustan mejor a los a priori de nuestro intelecto. Tales son las que tienen partes distinguibles unas de otras y actúan en conformidad con una armonía o proporción. Estas formas pareciera que estuvieran escritas en un lenguaje naturalmente descifrable y por ello decimos que son agradables, nobles, más perfectas o razonables. Así pues, lo bello y lo razonable conforman una suerte de unidad en la tradición de occidente; hay formas propiamente académicas y otras que tachamos de absurdas o deformes, pues no tienen medida ni proporción. “En efecto, pareciera que las formas del cuerpo, así como la formas sociales o las formas de pensamiento, tienden hacia una especie de perfección ideal de la cual procede todo valor; como si la organización progresiva de esas formas procurara satisfacer poco a poco la armonía y jerarquía inmutables que la filosofía griega solía conferir propiamente a las ideas (…) el cuerpo del caballo: los cuerpos repulsivos o cómicos de la araña o el hipopótamo no hubiesen respondido a esa elevación espiritual. (Bataille, El caballo académico).

Así el intelecto, enaltece las formas sensibles más depuradas, más homogéneas, excluyendo la heterogeneidad que se rebela contra la idea, expulsándola al mundo de los desechos y las cloacas. Esto es lo grotesco[1], lo oculto, lo que queda en las tinieblas de nuestra mirada. Y es que las formas heterogéneas atentan directamente contra cierta concepción nuestra en virtud de la cual, el ser es la expresión de un momento privilegiado en historia del ente. Decimos que la rosa es rosa cuando está abierta y lozana, o capullo antes de eclosionar, o marchita cuando ha perdido su lozanía. Pero la imagen es ella misma un momento privilegiado, la parte que creemos, mejor expresa la esencia del ser. Vemos la flor eclosionada, su asombroso color y frescura, no vemos la tierra, ni las lombrices, ni todos los estados graduales desde el putridez a la belleza de nuestro instante privilegiado. Y sin embargo, ¿cuánto dura lozana la flor? “(…) de modo que lejos de responder a las exigencias de las ideas humanas, es el signo de su fracaso. En efecto, tras un período de esplendor muy corto, la maravillosa corola se pudre impúdicamente al sol, convirtiéndose así para la planta en una escandalosa deshonra” (Georges Bataille, El lenguaje de las flores).

Al mismo tiempo que la razón exige una operación de retiro y exclusión, aspira con todo a una mímesis acabada de la naturaleza y ello la obliga a crear artefactos, técnicas que reproduzcan eficientemente sus mutaciones y oscuridades, en suma, lo común a todos los seres; su duración.


[1] Si atendemos a la etimología de grotesco, observamos que el término grotesco procede del italiano grottesco, que a su vez deriva de grutta, la cual viene del latino crypta; ésta, a su vez procede del griego κρύπτη; ocultar. (J. Corominas, Diccionario Crítico Etimológico)


La Pose

La escultura griega y sus imitaciones romanas, conscientes del problema que ofrecían los cuerpos en movimiento, resolvieron incluir en el cuerpo escultórico una especie de resumen del movimiento: la pose. En la siguiente pose puede verse un atleta disponiéndose al lanzamiento del disco, dando la sensación de que este se efectuará en el instante siguiente. La escultura reclama así la posibilidad de congelar el movimiento, de capturar su esencia en la pose. Estudiadas en detalle, puede observarse en la mayoría de las poses, que la ilusión de movimiento se logra a costa de cierta artificialidad conducente a conservar las proporciones del ideal de cuerpo. De esta manera queda a salvo la expresión de la idea pura y se imprime sobre ella el movimiento homogéneo, dejando a un lado el potencial de crisis o deformidad que tendría para el cuerpo, el momento cualquiera; la postura grotesca. La pose es el momento privilegiado, el momento distinguido por la razón para referir metonímicamente al continuo del movimiento, en sí mismo eternamente divisible. El problema más grave con la pose, es que en su intento mimético defrauda tanto a la forma como al movimiento, cuando no es, ni el instante real de un movimiento sensible, ni una postura natural del cuerpo que toma por modelo; antes bien, la reproducción material de un proceso puramente ideativo. “De la misma manera mil posiciones sucesivas de un corredor se contraen en una sola actitud simbólica, que nuestro ojo percibe, que el arte reproduce, y que se convierte para todo el mundo en la imagen del hombre que corre.” (Henri Bergson, Materia y Memoria)

La pose opera entonces como una suerte de código, sugiriendo mediante referencias indirectas, la idea de una percepción, de un cambio en la cualidad que objetivamente nunca tiene lugar. Pero el deleite estético demanda cierta intensidad que irradie de las cosas mismas y no sea el sujeto quien la añada después, como si concluyera obedientemente un silogismo. Esta intensidad de las cosas, es tal vez la intuición más difícil de contraer en una imagen; pues ella misma es un principio subversivo a los conjuntos cerrados. La duración, implicada necesariamente en la intensidad, refiere a un ser que se escabulle en transformaciones graduales, hacia otra definición de sí mismo y que pareciera ser en esencia inaccesible, en esencia abierto hacia sus contrarios o a la inclusión absurda de todo lo que lo rodea. De ahí que la percepción rechace hasta cierto punto este aspecto que parece irradiar de lo viviente, pues es ante todo selección, encuadre, exclusión de lo irrelevante o lo informe. Hubo que esperar a que la fotografía descubriera el momento cualquiera; el instante no subordinado a los designios de la academia, para que otra puerta hacia lo abierto pudiera practicarse en la realidad.


El caballo en movimiento

La lámina anterior corresponde a los experimentos sobre el movimiento animal inaugurados por Muybridge al diseñar un método para conseguir obturaciones de 1/500 a 1/6000 fracciones de segundo. Estos experimentos representan sin duda un avance cualitativo desde la concepción aristotélica del movimiento, el cual lo definía como paso de la potencia al acto. Según esta definición, no hay cosa que el ser pueda desplegar que no esté en potencia en él. El movimiento aristotélico pondría en evidencia la capacidad del ser de pasar por diversos estados o especies de movimiento, estando estos, determinados de cierto modo por su estructura o definición. Pero ¿qué sucede cuando vemos que el caballo despega sus pies del suelo en la lámina tres? ¿Se trata de un estado predefinido, o de una fracción de estado? Pues al caballo le corresponde trotar, no verse suspendido en el aire. De pronto, el esquema de acto y potencia pierde algo de fuerza al poder documentar por primera vez un estado desconocido; el caballo que levita, el movimiento que se detiene y puede fraccionarse, superando de cierta forma el imperio de lo claro sobre lo oscuro; lo simple sobre lo denso. Se trata dirán algunos, del subproducto de un artefacto y nunca de un trozo de realidad. ¿Deja ello intacta nuestra definición del movimiento? Creemos que no. Así, como tampoco diríamos que la marioneta es un ser vivo con voluntad, si de pronto, bajo cierta luz descubrimos que hay unos hilos que la sujetan. O que la serpiente se arrastra, si descubrimos que este arrastrarse, es en realidad una secuencia de movimientos discretos imperceptibles, tan coordinados y armónicos como los del caballo durante el trote.

Nuestra misma razón demanda esta operación de corte sobre el continuo, esta permanente desconfianza de lo presentado por los sentidos. Razón que es medida y análisis, debe hacerse de todos los medios para llegar a las unidades mínimas, incluidos por supuesto, aquellos medios técnicos que amplían las posibilidades de la mirada. “La divisibilidad de la materia significa que las partes entran en conjuntos variados, que no cesan de subdividirse en subconjuntos o de ser ellos mismos el subconjunto de un conjunto más vasto, al infinito. Por eso la materia se define a la vez, por la tendencia a constituir sistemas cerrados y por el inacabamiento de esta tendencia” (Gilles Delueze, La imagen-movimiento). Según esto, se podrá afirmar que las fotografías de Muybridge son todavía como las poses artísticas, sistemas cerrados a los que se agrega la ilusión de movimiento por un fenómeno fisiológico: la persistencia retiniana. Pero hay algo cualitativamente nuevo en esta serie de fotografías respecto a las poses, pues estos instantes del movimiento fueron revelados desde una oscuridad a la que el ojo humano no había podido todavía asomarse. Más importante aún, no fueron traídas a la claridad del intelecto por un acto de la voluntad que distinguió la pose que más se acomodara a sus preconcepciones, sino por un mecanismo automático que capturó precisamente esto; el instante cualquiera, lo potencialmente perturbador, lo grotesco.


La postura grotesca

Es así que la forma grotesca comienza a infiltrarse en la claridad intelectual y poco a poco es desplazada hacia la superficie de la razón. Todo lo oculto es potencialmente claro y distinto; las imágenes más espeluznantes, las más hórridas y sagradas, quedan expuestas a la luz de la razón, escalpelo sacrificial infinitamente preciso. Porque no hay ninguna profundidad, ninguna materia soterrada que quede a salvo de esta acción de corte y análisis. Y sin embargo… ¿cómo evitar lo que es común a toda percepción, a saber, que nos muestra cada vez un aspecto de las cosas, privándonos sensiblemente de otros? Una imagen se imprime en nuestra conciencia, una selección o trozo de la multitud de sensaciones que nos impactan, es aislada y considerada con exclusión de todo lo demás. Lo gradual, aunque tenemos noticia de que existe, es apenas una trayectoria abstracta desde puntos inmóviles, conjuntos cerrados e incomunicables. ¿Dónde ha quedado lo informe? ¿Dónde ha quedado el potencial subversivo de este mecanismo automático que es el dispositivo cinematográfico? Apenas hemos echado algo de luz en estas cavernas y los frescos que estaban en ellas se han esfumado, como en la Roma de Federico Fellini.

Roma (1972) - Federico Fellini

Por lo tanto, la puerta hacia lo abierto tendrá que ser buscada con una linterna capaz de no dañar la densidad de lo grotesco, pues a lo grotesco le cabe no ser definido por completo, le cabe lo ilimitado. Es como la opacidad necesaria para que se imprima en ella el contorno de nuestra conciencia. Ahora, ¿cómo podemos incluir esta oscuridad ilimitada en nuestra imagen del mundo? ¿Qué medios existen para referir a lo viviente, en este aspecto inescrutable, al parecer tan inaccesible para nuestra percepción y sin embargo, tan familiar a nuestra conciencia del mundo? Todo lo que es armonía, proporción e ideal de belleza, no sería otra cosa que una gimnasia, si no somos capaces de imprimir sobre esta forma la contrapartida de lo viviente. Y es precisamente esta alquimia de opuestos la que ha perseguido el arte en su más diversos modos.


El conjunto abierto

Es cierto que lo grotesco en el dispositivo cinematográfico ha quedado encapsulado en el fotograma, aislado, como por temor a que contagie al resto. Podríamos borrar una o dos láminas obscenas de una secuencia de instantes en el desplazamiento del caballo y obtener la misma ilusión cinematográfica del movimiento, resguardando nuestra conciencia de una vecindad demasiado peligrosa con lo grotesco. ¿Pero qué espíritu razonable quedaría satisfecho con tan inútil operación de limpieza? Lo grotesco abre el conjunto de nuestra mirada hacia una zona insospechada; la percepción no será más un sistema dependiente de los órganos sensoriales, la razón ha creado para sí un ojo más perfecto: “Liberado de las fronteras del tiempo y el espacio, yo organizo como quiero cada punto del universo. [...] El cine dramático es el opio del pueblo. Abajo los reyes y las reinas inmortales del velo. ¡Viva la grabación de las vanguardias en el interior de su vida de cada día y de su trabajo! Abajo los guiones-historias de la burguesía. ¡Viva la vida en sí misma! (Dziga Vertov, Manifiesto del Cine-Ojo). ¿Y qué es la vida en sí misma? ¿Cómo puede concebirse fuera de los conjuntos cerrados y las relaciones de valor que establecen entre ellos? El cine ojo incorpora lo grotesco, los callejones oscuros de las ciudades, las buhardillas donde los intelectuales de vanguardia escriben sus manifiestos. El cine ojo suma aspectos, perspectivas de la realidad, con la pretensión de crear un punto de vista imaginario, donde la simultaneidad tenga la posibilidad de imprimirse. Precisamente, el manifiesto de Vertov es una respuesta filosófica a la pregunta de Hume en su Tratado de la naturaleza humana: “Puedo imaginarme una ciudad como la Nueva Jerusalén, cuyo pavimento sea de oro y sus muros de rubíes, aunque jamás he visto una ciudad semejante. Y he visto París, pero ¿afirmaré que puedo formarme una idea tal de esa ciudad, que reproduzca perfectamente todas sus calles y casas en sus proporciones justas y reales?”

La divisibilidad aparentemente infinita del conjunto pareciera atentar cada vez contra su condición de cierre. La condición para que el conjunto exista es que esté limitado, tanto en lo que se refiere a su movimiento de expansión, como de interiorización. Si imaginamos cada aspecto de París, objetivamente, sin orden ni jerarquía, nos quedamos sin París. Irremediablemente, la simultaneidad total quedará fuera de la esfera de la percepción, como queda fuera de la lógica la expresión de un número irreal. Aunque la simultaneidad es una intuición que no necesita comprobación psicológica, desearíamos formarnos una idea de ella por medios sensibles, objetivos si se quiere. Y es aquí que acuden en nuestra ayuda ciertos mecanismos formales capaces de estructurar contradicciones y pluralidades tales en el ser, que impriman en nuestra conciencia la imagen de lo abierto. Si documentamos París con los recursos del cine verdad, con sus poses-postales, sus rincones abyectos, su diario ajetreo, tenemos de pronto la idea de París. Tal vez no una percepción de la simultaneidad misma, pero una secuencia, que de igual manera la sugiere.

Contrapunto y apertura del ser

“¿Cómo puede ser el acto de atención uno o múltiple a voluntad, de golpe y a la vez? ¿Cómo un oído ejercitado percibe a cada instante el sonido global dado por la orquesta y discierne sin embargo, si le place, las notas dadas por dos o varios instrumentos? Yo no me encargo de explicarlo; es uno de los misterios de la vida psicológica. (…) señalo que al declararse simultáneas las notas dadas por varios instrumentos, expresamos: 1º Que tenemos una percepción instantánea del conjunto; 2º Que este conjunto, indivisible si queremos, es también divisible si lo queremos: hay una percepción única, y sin embargo hay varias. Tal es la simultaneidad, en el sentido corriente de la palabra. Es dada intuitivamente. No es jamás comprobable, lo reconozco, sino entre acontecimientos cercanos. Pero el sentido común no vacila en extenderla a acontecimientos tan lejanos uno de otro como se quiera. (…) Un superhombre con una visión inmensa percibiría la simultaneidad de dos acontecimientos instantáneos enormemente alejados, como percibimos la de dos acontecimientos cercanos.” (Henri Bergson, Duración y Simultaneidad)

Para que la simultaneidad se ofrezca a la experiencia estética, hace falta que los conjuntos y sus partes se estructuren de forma armónica. Hasta aquí no tenemos otra cosa que la pose académica. Forma, proporción, estabilidad del ser. Pero cuando logramos que estas poses se pongan en movimiento, un movimiento no determinado por las formas a priori del intelecto, sino abierto a lo viviente, entonces la forma se pone al servicio de lo ilimitado y la captación de una imagen se vuelve captación del ser. Esto es por ejemplo, lo que sucede con el contrapunto en las composiciones de Johann Sebastian Bach. De modo magistral, Bach introduce dentro de una fuga multitud de voces que son contracciones, expansiones o transposiciones de una misma estructura melódica, salvaguardando a la vez la armonía total del conjunto. Estas voces interactúan, dialogan y se desplazan en movimientos contrarios, oblicuos o paralelos, aportando diversos grados de intensidad a la textura sonora resultante.

J. S. Bach – "Pequeña Fuga" en Sol menor

A partir de un tema inicial, el auditor es conducido contemplar esta forma desde aspectos contradictorios y armónicos a un tiempo. No se trata de presentar diversos aspectos del ser de manera exhaustiva; ya hemos visto que la divisibilidad de la materia amenaza con ser infinita: se trata en realidad de armonizar los aspectos divergentes del ser y resolverlos en una unidad apta para acceder a la conciencia.Esta unidad no penetrará la conciencia como objeto estable y determinado. El arte de la fuga se caracteriza por presentar al ser en fuga, continuamente escabulléndose y mostrando zonas de oscuridad y densidad inescrutable, de ahí que la fuga dependa a su vez de la memoria del escucha, presentándose ésta como algo mudable, que se reescribe cada vez sobre el momento presente, que cesa y comienza al mismo instante.

Tal vez sea algo propio del oído esta aptitud, señalada por Bergson, para captar lo simultáneo. O puede que el sonido, sea la materia más apta para adquirir el contorno difuso del ser; ese ser que es un continuo llegar y abandonar la orilla, como es identico el mar a pesar de las olas.

lunes, 14 de noviembre de 2011

En la cascada

En la cascada

Te vi,

Levitando.


En la cascada,

una brisa te sostenía,

hoja amarilla,

hoja tardía.


Vida mía,

Yo te aislé del contorno,

Pensándote,

Excluyéndote de todo lo demás


Te rebosé como una copa,

De sentido,

De imposible.

Y te hallé


Dirección,

Órgano,

Vuelco.

Sentido


Eres para mí,

Cuando quiera que te busco,

El placer irrazonable,

Lo inalcanzable que se toca


Si dejo que me arrobes

Y me interpretes,

Como el instrumento tuyo,

Que soy.

Torrecillas: nido de cóndores, bandurrias y escaladores













lunes, 7 de noviembre de 2011

Arde Belleza

Mi amor es como una brasa oculta bajo la ceniza,

los restos de un mundo extinto la cobijan,

pero basta un soplo,

para que ella misma devenga insustancial.


Mejor que tu amor sea como el soplo,

Tus labios como la ceniza,

Tu palabra como la brasa,

Ardiente en noches oscuras como la muerte


Y si queriéndote soplo,

me deja sin resguardo la ceniza del mundo,

Arde belleza, por cuanto estimes necesario

y arrójame luego, que ya no será el mismo el que cae,

sino apenas su cáscara.


Tiempo, es imposible rendirte tributo alguno,

Nos debemos por entero a ti y sin quererlo te ocultamos cosas,

como juzgando que las hay tan dignas para ser eternas.

Y sin saberlo nos apartamos,

del mayor placer que nos tienes reservado


Arde belleza, por cuanto estimes necesario.