VISITANTE

domingo, 28 de febrero de 2010

Facts without moral


Voy a relatarlo en orden, para no perder su significado, ajeno a mí, como estas palabras que me salen a borbotones, testigos indómitos de una fatalidad vedada.

Un yo te quise insoportable, abrumador,
Un corre que te pillo, para perder de vista la memoria del presente,
Un éxito silencioso, insuficiente, poco auspicioso.
Un beso tirado al aire, como haberse perdido la mitad de la película.

Un chiste en otro idioma, o quizá la vida misma, 
como si nos viniera transformada.

Basta asumir la equivocación y ser una mejor persona, 
un curita noble que recibe regalitos, 
impresos como un sello de agua en sus sábanas.

Boquita que me besas insustancial, en un tiempo remoto como al alcance de la mano. 
Luego vendrá el temblor, que nos estremece boquita, como una ola que viniera a dar cuenta, de la debilidad de nuestra embarcación.

Y tú y yo nos vendríamos abajo, con nauseas dichosas, 
un juego de carrusel para nuestras mientes, un ejercicio bellísimo de inconsistencia.
Arriba abajo, la alfombra que nos asusta, que nos remece para despertarnos y contarnos que viajamos. ¿Sabías que viajábamos boquita? Una boquita hecha de palabras, como dibujada…

Mi insistencia te lastima, te raspa palabras para dibujarte, para saber quién eres.
Te cuenta, en la holgura de una oscuridad redentora,
Que tampoco estaba muy segura de quererte y que la perdones por perseguirte, cuando no sabía que eras una y la misma sombra.

martes, 23 de febrero de 2010

Las puestas en abismo de nuestra infancia

De niño me provocaba un terror originario este envase de Royal, que por una suerte de piedad o soberbia histórica se ha mantenido inalterado por varias generaciones. No podía, ni puedo todavía hoy, explicarme porqué un odioso publicista querría plantear a inofensivos consumidores de levadura, una intríngulis tan grande como la planteada por este envase. ¿Cuál es la última lata de Royal? ¿Existe, o es sólo una sugerencia inacabada, un objeto del deseo puesto allí para generar una compulsión? Esta última hipótesis me parece atractiva, pero definitivamente ninguna estrategia publicitaria podría crearnos una necesidad tan inmensa de levadura. ¿Y si a la Coca-Cola se le hubiese ocurrido lo mismo...? Mejor no pensar en esa posibilidad, tan aterradora como probable.

Algo tendrá que ver la efervecencia con la recursividad. Hoy he descubierto que la legendaria lata de Polvos Royal no es el único ejemplo de puesta en abismo en los productos de la canasta familiar. En "La misteriosa llama de la reina Loana" de Umberto Eco, un amnésico con memoria de papel; parodia de un Funes en un polvoriento Combray, rescata de un desván un envase de aguavichí marca Brioschi, que ilustra una camarera regordeta que ofrece a dos elegantes señores el producto y por supuesto, el diseño de la lata ofrecida no puede ser otro que el de la tríada representada ad infinitum.



Parece ser que se trataba de un artificio bastante común en estos primeros retoños de la revolución industrial, una suerte de metafísica disfrazada de costumbre en el más puro estilo fin de siècle. Navegando la red he visto otros ejemplos igualmente ilustrativos. La originalidad de Eco, al menos en esta novela, consiste en no pretender ninguna. Su infancia o la mía, son la de cualquier persona. Cada cierto tiempo, reaparece lo demoníaco, lo inalcanzable en los objetos más inanes. La adultez, por más patético que suene, es buscar una salida intelectual, moral, o puramente materialista a estos terrores infantiles. La mía fue la siguiente:

Todavía hoy no existe, un dispositivo capaz de ilustrar con todos sus detalles la última lata de Polvos Royal. He sometido la lata a un somero análisis óptico y la quinta lata ilustrada no es más que una mancha azulada de una indefinición francamente triste. Sin embargo sigo prefiriendo esta marca a cualquier otra, por su originalidad, por su lealtad incondicional al espíritu del novecento. Quién sabe si en algunos años más aparezca una versión de la vetusta lata de polvos de hornear en versión HD, o en lo que sea que hayan inventado para que veamos más y mejor. Pero no, eso sería traicionarse, el terror nunca será más que una sugerencia, un concepto incabado, definirlo es contenerlo, inmovilizarlo.

sábado, 20 de febrero de 2010

El fin de la escritura es el comienzo de la memoria

No decir nada, por no estar preparado. 
No escribir. 
Preparar, ejercitarse en el no decir. 

Todo atisbo es incompleto, insuficiente, inverosímil. 
Anotarlo, registrarlo, es una ridiculez, una vanidad deleznable.

Todos los días el absoluto se boicotea, 
borra deliberadamente la memoria del mismo paso atisbado. 
Tropezamos con las mismas varas que hemos puesto para señalar el camino. 
Escribimos las mismas palabras, revueltas, forzosamente rejuvenecidas.

No hay aprendizaje, no hay más que memoria ya vivida, 
olvidada aunque, cuidadosamente archivada para su reproducción fidedigna en un futuro próximo. 

Simulacros de saber. Simulacros de conocimiento. 
Bocetos al vuelo de uno mismo, en el engaño interminable de un espejo bienamado y redentor.
Saber la verdad es una ofensa: a todas las pequeñas verdades. 
Conocer la palabra, ¡conclusiva! es ser aguafiestas. 
Subestimar lo infinitamente repetido.

Lo grande y lo pequeño: son pliegues, uno más grande que el otro, sin saber cuál originó al otro.
Detalles que nos informan de la transparencia, de lo insoportablemente cierto. 
Detalles esparcidos como un puro festejo de los sentidos; sin orden ni jerarquía, 
como una alfombra persa ondulando ante nuestros ojos, 
esperando ser desagarrada en su vuelo insustancial y por ello invulnerable.

Se podrá herir al ojo, pero la visión quedará intacta. Será el camino pretrazado, el puro lenguaje cifrado de lo que vive, sin otro alimento que el deseo.