En mi último paso por Mejillones, tuve ocasión
de bañarme en las babas de las termoeléctricas que sin tregua, suben cada día
unos grados de ese gélido e inhumano Pacífico. Aquella saliva de progreso,
trajo consigo desproporcionadas medusas quién sabe de qué latitudes
insospechadas. Nunca conocieron las medusas lecho tan amable para su cáustico
concubinato. Atraídas por el aquel paraíso artificial, también arribaron a las
costas de Mejillones, soñadoras tortugas de las islas Galápagos, que rápidamente
encontraron en las medusas su presa suculenta. Lástima que las bolsas de
supermercado, lanzadas al agua por indolentes pueblerinos, acabaran pronto con
la inteligencia de aquellas longevas prehistóricas, pues se hallaron muchas en
las costas de Mejillones agonizando por las flatulencias del polietileno. El
precario equilibrio, que tan sabiamente había encontrado la naturaleza, fue
prontamente superado por aquellos vástagos irreductibles de la química inorgánica.
Pese a ello, los habitantes de Mejillones poco o nada sabían de estas luchas
interinas. Con la llegada del verano se instalaban porfiadamente en las costas
de su amado terruño y se hacían de admirable paciencia luchando contra bestias
de tentáculos de hasta veinticinco metros de largo, dignas de un Melville o un
Verne, sin ser ninguno de estos lectura obligatoria de sus escuelas. Las
medusas, o lo que quedaba de ellas en la arena, enterraban sus infinitas y minúsculas
agujas de soda cáustica en las pieles morenas de los habitantes de Mejillones.
Los más viejos sufrían. Los niños jugaban con aquellos gelatinosos animalejos,
como si se tratara de un veneno que por costumbre, vuélvese inocuo y hasta una
cura contra el aburrimiento. Remedios no faltaban; algunos iban armados al
balneario de una botella de vinagre, ramilletes de lavanda y toda clase de
artilugios de magia negra que no vale la pena detallar, pues la imaginación del
lector todo lo puede. En mi delirio citadino, que antes bien era un disfraz de
ignorancia afuerina, surqué aquellas aguas “vivas” apenas provisto de un bañador.
Sufrí, por supuesto, las consecuencias del contacto con tan siniestros
personajes. Pero, al no ser visibles las que yo creía yagas profundas en mi
cuerpo, practiqué el arte de la meditación, logrando en parte mitigar el
martirio físico. Después de todo, disfrutaba de unas inusitadas vacaciones en
plena semana, por asuntos que no sería literario referir aquí. En aquella
actitud de franca autosugestión, migré hacia el parque de diversiones
itinerante que visitaba Mejillones con ocasión de su aniversario. Aquellas
bestias mecánicas me resultaron todavía más absurdas que las marinas. Tagadás
trabajando al límite de su capacidad, mini montañas rusas cuyos carros
oscilaban peligrosamente sobre sus rieles, ruedas panorámicas plegables, cuya
base se encontraba apenas clavada a unos durmientes de irrisorio espesor. Era
casi un museo del horror, cuyo óxido, arteramente disimulado bajo una pintura
chillona, se adivinaba bajo el chirrido de cada vuelta. Y sin embargo… me
alegraba por aquellos habitantes, que podían convivir con tan inhóspitos
visitantes. Todo aquél espectáculo me embargó de una saudade por la infancia
que nunca viví, por una época de increíble simplicidad. “¿Y si me quedara a
vivir en Mejillones?”, pensé por un instante. Pero no, aquella inocencia estaba
perdida para siempre. Así fue mi paso por Mejillones, una breve epifanía del
citadino que disfruta con la fealdad de los pueblos, pero sería incapaz de
habituarse a ella.
jueves, 20 de diciembre de 2012
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