VISITANTE

jueves, 20 de diciembre de 2012

Mejillones del norte




      En mi último paso por Mejillones, tuve ocasión de bañarme en las babas de las termoeléctricas que sin tregua, suben cada día unos grados de ese gélido e inhumano Pacífico. Aquella saliva de progreso, trajo consigo desproporcionadas medusas quién sabe de qué latitudes insospechadas. Nunca conocieron las medusas lecho tan amable para su cáustico concubinato. Atraídas por el aquel paraíso artificial, también arribaron a las costas de Mejillones, soñadoras tortugas de las islas Galápagos, que rápidamente encontraron en las medusas su presa suculenta. Lástima que las bolsas de supermercado, lanzadas al agua por indolentes pueblerinos, acabaran pronto con la inteligencia de aquellas longevas prehistóricas, pues se hallaron muchas en las costas de Mejillones agonizando por las flatulencias del polietileno. El precario equilibrio, que tan sabiamente había encontrado la naturaleza, fue prontamente superado por aquellos vástagos irreductibles de la química inorgánica. Pese a ello, los habitantes de Mejillones poco o nada sabían de estas luchas interinas. Con la llegada del verano se instalaban porfiadamente en las costas de su amado terruño y se hacían de admirable paciencia luchando contra bestias de tentáculos de hasta veinticinco metros de largo, dignas de un Melville o un Verne, sin ser ninguno de estos lectura obligatoria de sus escuelas. Las medusas, o lo que quedaba de ellas en la arena, enterraban sus infinitas y minúsculas agujas de soda cáustica en las pieles morenas de los habitantes de Mejillones. Los más viejos sufrían. Los niños jugaban con aquellos gelatinosos animalejos, como si se tratara de un veneno que por costumbre, vuélvese inocuo y hasta una cura contra el aburrimiento. Remedios no faltaban; algunos iban armados al balneario de una botella de vinagre, ramilletes de lavanda y toda clase de artilugios de magia negra que no vale la pena detallar, pues la imaginación del lector todo lo puede. En mi delirio citadino, que antes bien era un disfraz de ignorancia afuerina, surqué aquellas aguas “vivas” apenas provisto de un bañador. Sufrí, por supuesto, las consecuencias del contacto con tan siniestros personajes. Pero, al no ser visibles las que yo creía yagas profundas en mi cuerpo, practiqué el arte de la meditación, logrando en parte mitigar el martirio físico. Después de todo, disfrutaba de unas inusitadas vacaciones en plena semana, por asuntos que no sería literario referir aquí. En aquella actitud de franca autosugestión, migré hacia el parque de diversiones itinerante que visitaba Mejillones con ocasión de su aniversario. Aquellas bestias mecánicas me resultaron todavía más absurdas que las marinas. Tagadás trabajando al límite de su capacidad, mini montañas rusas cuyos carros oscilaban peligrosamente sobre sus rieles, ruedas panorámicas plegables, cuya base se encontraba apenas clavada a unos durmientes de irrisorio espesor. Era casi un museo del horror, cuyo óxido, arteramente disimulado bajo una pintura chillona, se adivinaba bajo el chirrido de cada vuelta. Y sin embargo… me alegraba por aquellos habitantes, que podían convivir con tan inhóspitos visitantes. Todo aquél espectáculo me embargó de una saudade por la infancia que nunca viví, por una época de increíble simplicidad. “¿Y si me quedara a vivir en Mejillones?”, pensé por un instante. Pero no, aquella inocencia estaba perdida para siempre. Así fue mi paso por Mejillones, una breve epifanía del citadino que disfruta con la fealdad de los pueblos, pero sería incapaz de habituarse a ella.