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jueves, 22 de enero de 2009

Ser otro: esa curiosa chance del destino

(The Nightmare, Fuseli )


Hace unos meses leí "Los elíxires del Diablo", primera novela de E. T. A. Hoffmann, escrita en 1815. Cinco años más tarde escribiría "Las opiniones del Gato Murr", pero esta segunda novela, maravilla premonitoria de la literatura contemporánea, tendrá un apartado dedicado a ella exclusivamente.

Lo que me interesa en esta entrada es plantear una asociación y contrastarla con la opinión popular, de modo que si es falaz, pueda corregirme a tiempo y pedir disculpas.
En Los Elíxires, un joven monje benedictino, empina la botella de un líquido que le está prohibido a todos los hermanos de la congregación y que sin embargo, se conserva en el claustro por pertenecer a las reliquias de San Antonio. La explicación que se le da al inocente Medardo, es que aquel brebaje funesto fue una de las tantas tentaciones que sufrió el santo, por obra del mismísimo Malo. Escéptico o no, Medardo no soporta la curiosidad y le da unos tragos a lo que, después de todo, no parece ser más que un excelente vino de guarda. No es ésta la oportunidad para presentar un resumen del libro, pero es necesario bosquejar un contexto previo, para que el lector que desconoce la obra se sienta tentado a leerla, o al menos quede dispuesto a entender la siguiente asociación.

Medardo sale del claustro con el pretexto de irse a Roma, como enviado de su superior, el padre Leonardo. En este viaje, primera salida de su prematura reclusión del mundo, Medardo encontrará a un hombre que duerme en el borde de un acantilado. Con la intención de prevenirlo Medardo se acerca al hombre y lo despierta. Pero éste, al verse interrumpido su sueño cae al precipicio y muere. Es aquí donde la historia toma un giro excepcional, como los hay escasos en la literatura de corte verista. Medardo, gracias a un parecido físico extraordinario, será tomado por el hombre al que accidentalmente acaba de matar, un conde que se hacía pasar por monje para disfrazar una relación ilícita con una mujer de la corte. De esta forma Medardo es impulsado a un escenario radicalmente nuevo, donde su viejo Yo es reemplazado de manera irremediable por uno nuevo. Pero, ¿cómo ocultará Medardo su escasez de experiencia mundana? ¿cómo simulará su tonsura y ese caminar torpe al que acostumbra el hábito?

A Medardo se le ha presentado una ocasión, un azar inverosímil le ha dado la chance de convertirse en otro, de olvidarse del templo, de conocer el amor carnal, de sucumbir a la glotonería y al juego. Y Medardo, con ese valor que infunden los elíxires, no la dejará escapar.

Este argumento, genial por su sencillez e infinito en sus consecuencias, encontrará, en una película de Michelangelo Antonioni, protagonizada por Jack Nicholson, The Passenger, un referente obligado.

En un caluroso desierto del Sahara, Nicholson, bajo el nombre de David Locke, irá a la habitación de su compañero y lo encontrará muerto. Para sorpresa del espectador, Locke tomará las ropas de su compañero y se vestirá con ellas, cambiará la foto de su pasaporte por la de éste y adopatará su nombre, simulando de paso su propia muerte. La ventaja es que nadie les conoce, están perdidos en algún lugar del desierto, donde el nombre de un blanco u otro poco importa. Todos los rasgos de su vida anterior serán anulados, enterrados con un cadáver que no es el suyo, y a cambio, Locke se hará cargo de la agenda pendiente del difunto, con la esperanza de que esta nueva vida resulte más interesante, o menos problemática que la suya. Y este giro, sumado al encuentro con la fatal y encantadora María Schneider, hará los frutos más singulares de la aventura.

El intercambio de identidad, presente en las dos obras citadas, representa sin duda un alcance metaliterario sin precedentes. Y es que Hoffmann y Antonioni, cada uno en los dominios de su narratividad, sumergen al lector-espectador, en la puesta en escena de su propia actividad. Legítima o no, la ficción ofrece la chance, esa chance que el destino por sí mismo rara vez ofrece, de ser Otro. Y esto porque, como dice Auster (aunque sin duda no haya sido el primero) “cuando una persona es lo bastante afortunada para vivir dentro de una historia, para habitar un mundo imaginario, las penas de este mundo desaparecen”.
La virtud de este nuevo nacimiento, es que comienza en un Yo ya formado. Adoptamos un cuerpo y una memoria ya desarrollados, somos, por el espacio de trescientas páginas, o dos horas en pantalla, Otro ser, completo e íntegro.

martes, 6 de enero de 2009

Some ducks and dutchs over the frozen swamps

She says: I don't need animals in my life to be happy

A veces inventamos, decimos algo que nada tiene que ver con nosotros. Elegimos por ejemplo, un cerdo y un patito amarillo, o una escoba y su calle. No estamos allí. Pero luego nos sorprende, habitar en un momento la mente del patito, o en alguno de sus actos, o en la forma en que el polvo se levanta al empujarlo la escoba, dibujando en el aire espirales que en no poco se parecen a nosotros. Entonces, al vernos reflejados, ya no podemos continuar sin sentir el peso de la vida en las palabras que ponemos, una detrás de otra, como si fueran las unidades de una biografía cifrada. A tal punto nos hemos implicado, que sentimos a través de un cuerpo distinto, que aprecia una realidad distinta, pero que no es otra cosa que la puesta en escena de la estética sin forma de la propia vida y el deseo de un futuro igualmente palpable.

domingo, 4 de enero de 2009

Sólo la mano que borra puede escribir

Con la consigna de un ensayo sobre la realidad virtual en el cine y esta frase escuchada al azar en Historie(s) du Cinema de Godard (definitivamente es imposible registrarlo todo en ese ejercicio decididamente antijerárquico), me decidí a realizar el escrito que presento a continuación. Perdonad el lenguaje académico, pero estamos en un blog serio. Ya en otro lugar, creo que en un museo de arte contemporáneo en Bélgica, leí: "Art is the never ending effort of becoming serious", lo que no era una descripción del cuadro sino el cuadro mismo. : l


REALISMO Y VEROSIMILITUD

Sólo la mano que borra puede escribir
Eckhart de Hochheim

Los términos enunciados en este título son rara vez confundidos por quienes han sido en lo académico, familiares a su uso. Hemos de recordarle al lector, que no hablamos aquí del realismo como ese género literario, cuya regla es que los fenómenos y personas relatados sean igualmente plausibles y admitidos como probables en el mundo real. Esto es porque no hablamos de literatura en absoluto, pues en ella los medios serán siempre los mismos; la palabra escrita y el orden que ella ocupa dentro del espacio físico, página. Una palabra sugiere, persuade, pero carece de la fuerza para imponerse. No así una imagen, cuya similitud externa con la realidad, puede, dependiendo de su minuciosidad, convertirse en registro, captura de lo que acontece. El realismo de una imagen será necesariamente distinto al realismo de un capítulo de novela, que no cuenta con otra cosa que el estilo y su relativa afinidad con la imaginación del lector. Hablamos de un realismo cuyo significante es capaz de evolucionar, cuya sensibilidad es capaz de aumentar hasta ser ella misma indiscernible de la realidad de la que toma su materia prima. De ahí que cuando hablemos en delante de realismo, lo entendamos como aquel añadido sensible (en imágenes, sonidos, olores...) responsable del parecido que el espectador atribuye a lo que percibe.

SENSACIONES Y VERDAD

Es comprensible que esta clase de realismo no sea, hasta el surgimiento de la fotografía o el fonógrafo, una noción definible, pero ya vemos como un invento, un puro acierto tecnológico, exige la creación de un discurso y con él, un conjunto de nociones nuevas que acudan a cubrir su complejidad. De esta manera, con la captura fiel de algunos datos sensibles del mundo, el lenguaje se ve forzado a pasar de la sugerencia, cuya gran ventaja era su economía poética, a la imposición. Lo que vemos en una fotografía es por ejemplo un jardín y no la descripción de un jardín, que daría como resultado tantos jardines como lectores haya. El mismo jardín puede ser pintado varias veces, dando lugar a cuadros enteramente distintos, en cambio puedo tener incontables fotografías del mismo jardín sacadas en un mismo instante y todas ellas coincidirán en los detalles más particulares. Lo que estoy haciendo, es imprimir el espacio físico del jardín, en un soporte sensible a la acción directa de la luz que cae en ese lugar, pero mi conciencia, que necesariamente descarta algunas cosas y exagera otras, no interviene en todo el proceso. Tengo ahora una reproducción en miniatura de mi jardín. Pero su soporte es todavía bidimensional. No son audibles los pájaros que habitan el él, ni el olor intenso de ciertas flores, ni el césped ralo, tan desagradable al contacto de los pies descalzos. Supongamos que la fotografía es en movimiento. Aparte del movimiento hemos captado en otro soporte el canto de los pájaros y el color de cada objeto. Estos datos congregados logran un resultado totalmente nuevo. Parece que esta imagen es más realista que la anterior; el efecto cinestésico y su agregado en sonidos y colores representa en su conjunto, una importante porción de la realidad capturada. Pero faltan cosas. El jardín no lo puedo recorrer, no puedo acercarme a voluntad a una rosa ni me pueden herir sus espinas. La percepción, cuyo trabajo es completar, fantasear lo que en esta imagen se encuentra ausente, desearía convencer a los sentidos, embriagarlos en el perfume de lo inexistente. Pero se encuentra con un límite, con una resistencia de los sentidos, demasiado atados a la vida para abandonarla por una ilusión incompleta
[1].

La captura de la realidad sensible, puede servir a distintos propósitos. Pero es cuando sirve a la producción de un universo ficticio, cuando el realismo que sus medios ofrecen, se ve enfrentado a otro intermediario hacia la credulidad del espectador. En el momento en el cual captamos ese mundo exterior, donde suceden hechos ya no reales, sino fingidos, es cuando advertimos una dicotomía. Seguramente también la encontraba el arte plástico al ocupar modelos humanos, cuyas vestimentas y escenarios finales eran muy distintos al los del estudio del pintor. Y es que la materia de esta poética pertenece a tiempos y lugares distintos, de ahí que no podamos situarla en las coordenadas de la verdad, sino que hará falta establecer un nuevo punto de referencia, y es aquel que llamamos virtual. La dicotomía se descubre al superponer una imagen cuyo referente es verdadero; actor, con otro que es simulado; personaje. Los escenarios permanecerán intactos, o sufrirán pequeños retoques destinados a servir a los propósitos de la ficción, pero la verdad es que todo lo capturado por el cinematografo es real, o muy cercano a lo real, siendo el montaje una simulación de las coordenadas fundamentales de todo lo que existe; el tiempo y el espacio. Esta virtualidad la encontramos igualmente en todas las artes anteriores al cine. Es la maravilla del lenguaje, que en un distanciamiento de la verdad pura y dura, puede servir a la producción de lo inexistente, con el consiguiente efecto placentero que se deduce de dicha contemplación.

LA MANO QUE BORRA

Para los efectos de una poética de las imágenes, el lenguaje cambiará sólo en su carácter superficial. Ya no se utilizarán palabras, sino fotogramas y sonidos, pero la forma de relatar lo que acontece, seguirá siendo eminentemente literaria. Y es que toda historia, sin importar sus medios técnicos, debe su similitud con la vida a una estructura lógica más que a un fenómeno mecánico. Es esta estructura lógica la que engloba el concepto de Verosimilitud; que contiene una parte que atañe a la verdad y otra al parecido. La forma de relatar los sucesos y el modo en que estos se enlazan en una unidad con sentido, debe su efecto al carácter de verdad que el espectador atribuye, y cuyo acuerdo es, suspender su incredulidad hasta el momento en que acabe el relato. Cada historia entonces, es como un universo en miniatura, pero un universo donde la atención es guiada sobre los ciertos particulares, mientras otros quedan desatendidos. Basta que nos fijemos en los límites del encuadre, en el espacio enfocado y el que se encuentra fuera de foco, en el sonido ambiente y el diálogo de los personajes. Las herramientas narrativas, a pesar de ser distintas a las de una novela, emulan en lo posible el poder del autor de manipular los significantes y ordenarlos en una estructura simbólica. “Si la película tradicional tiende a suprimir todas las marcas del sujeto de la enunciación, es para que el espectador tenga la impresión de ser él mismo ese sujeto, pero en estado de sujeto vacío y ausente, de pura capacidad de ver” (Metz, 1979)

La realidad que el espectador contempla es una realidad recortada, donde el espacio sobrante sólo se deja inferir para completar el efecto de realidad, pero cuya relativa ausencia es necesaria al propósito del argumento. Porque, ¿cómo puede contarse una historia donde existen miles simultáneamente? Necesariamente obviaremos algunas cosas, destacaremos las que nos interesan y simularemos una mirada, un recorrido. Como decía Godard en su Historie(s) du Cinema: “El cine nunca ha tratado de reproducir un acontecimiento, sino una visión”. Una mirada total y omnisciente sería desastrosa a los fines de una ficción, porque no habría en ella criterio alguno más que el del espectador, no siendo su efecto distinto al tedio que la vida misma se encarga ya de ofrecerle por montones. Es así que el cine, igual que la novela, mueve al deseo, pero hace bien en no completarlo, pues entonces se desvirtuaría totalmente. Su meta no es entregar satisfacción, en el sentido de cumplir el deseo, sino convertirse en una segunda forma de soñar, de fantasear. Sin embargo, hemos dicho que una de las particularidades de los medios de captura, es que son capaces de evolucionar, que son pues, suceptibles de un progreso tecnológico. Ello nos plantea una serie de dilemas respecto a la narratividad de un discurso que se compone eminentemente de sensaciones, imágenes y sonidos, o quién sabe que otros registros en un futuro no muy distante.

LA MANO QUE ESCRIBE

La idea de una realidad virtual ha estado presente en la historia de la humanidad probablemente desde siempre. Los hombres, percatados de que soñaban, han visto que mientras lo hacían no tenían cómo diferenciar los acontecimientos soñados de aquellos reales de la vida diurna. La credulidad en este sentido era completa, pero no dependía de un proceso técnico, ni se llevaba acabo de manera colectiva. Cada uno soñaba y el realismo de lo visto se terminaba allí. Por más elocuencia que se pusiera en el relato, este no tendría el efecto que tuvo en la mente del soñante. Hoy todavía soñamos y seguimos creyendo lo que vemos, pero además contamos con una serie de máquinas que reproducen los aspectos sensibles de un mundo que ya no está allí, como una memoria de los sucesos que se encargara de conservarlos intactos para la posteridad. Es el cine, es el fonógrafo. Junto a estas máquinas, cuya función no parece ser otra que la captura desinteresada, existen hoy poderosos ordenadores que, por una vía alternativa, objetivan la realidad con una exactitud y versatilidad muy superiores a las posibilidades de la mirada humana. La función de estos ordenadores es recrear, simular un espacio en su totalidad, anulando los límites naturales de la visión y estableciendo en cambio, una circunspección geométrica inagotable. La RV es en este sentido, la actualización de la perspectiva artificial ya presente en el Renacimiento, y el artefacto que realiza su designio del modo más definitivo. Al ser artefacto, reconstrucción del espacio circundante, sabemos que su mecanismo se compone de partes, y que dichas partes se agrupan según reglas. Ahora bien, dichas reglas se ajustan a las de dominio inmediatamente superior, estas son; las de la biología, que desde un comienzo define el mecanismo del ojo y el de la percepción, ambos no compuestos de partes, aunque el pensamiento se esfuerce por encontrarlas. La mirada sabemos, es suceptible de ilusiones, pues la percepción prefiere el orden al desorden, lo completo a lo incompleto. Constantemente llenamos el vacío y la indeterminación que encontramos en nuestro trato con el mundo. Es a través de este factum (pues es imposible atribuirle una cualidad positiva o negativa), que la ilusión del dibujo en perspectiva logra recrear el espacio en un soporte bidimensional. El ojo, entrenado en reconocer esta categoría, descubre un punto de fuga en la hoja y completa el efecto, aunque no haya en el papel realismo alguno. En este sentido nuestra percepción es a la vez sensible y abstracta, pues es capaz de reconocer un aspecto aislado del espacio sin necesidad de tenerlo todo ofrecido a la vista. La falta, el vacío, se actualiza constantemente, y obtiene de la memoria lo que no encuentra en la sensación. No obstante, la tecnología de los sentidos nos permite hoy aumenntar dramáticamente el peso de las sensaciones en la realidad recreada. Es entonces cuando descubrimos que la balanza entre la representación y la mímesis se inclina indefectiblemente hacia la segunda. ¿Cuáles son los peligros de esta inclinación? Cuanto más sensible se vuelve el objeto virtual, más control tiene el sujeto sobre el mismo. Porque, ¿cómo puede ser realista una sensación que es incapaz de proyectarse en una modificación sobre el objeto? Si yo empujo una mesa, ésta, llegado el punto deberá moverse, a menos que sea tan pesada que no me lo permitan mis fuerzas. Pero supongamos que es una mesa real, después de todo alguien debió arrastrarla hasta su lugar actual. ¿Cómo puedo tener la resistencia al empuje de una mesa si ésta no sufre ninguna modificación a través de mi acción directa? Una realidad virtual que pretenda reproducir fielmente estas condiciones deberá contemplar una participación activa de parte del sujeto que opera sobre ella
[2].

EL PROBLEMA DEL PUNTO DE VISTA

Imaginemos ahora un cine en que los límites de la pantalla no existan y podamos interactuar con los personajes, palpar sus rostros mientras hablan, sentir con precisión de detalles el delicioso olor del banquete que se celebra en su mesa. Es el cine sensible del que hablaba Huxley en su Brave New World. El público saldría encantado del nuevo estreno. A pesar de tener un argumento estúpido, todos convendrían en la espectacularidad de los efectos, en el realismo de la alfombra de oso (donde cada pelo estaba perfectamente representado), del intenso perfume de la actriz o de la calidez de sus labios al besar a otro. “...Cuando la grandeza ya no es la grandeza de la composición, sino una pura inflación de lo representado, ya no hay excitación cerebral o nacimiento del pensamiento. Es más bien una deficiencia generalizada, en el autor y en los espectadores” (Deleuze, 1985). Un cine que disponga de estos medios encontraría enormes problemas para contar una historia, pues ha perdido algo esencial: la linealidad. En apariencia un defecto de nuestra conciencia, la linealidad de los acontecimientos es en la práctica, lo único que permite un desarrollo, una trama de sucesos y por consiguiente el interés creciente del espectador en una histroria que en realidad no le atañe.


Bibliografía:

DELEUZE G.: “Entrevista de Deleuze con Gilbert Cabasso y Fabrice Renault d’Allones”, en Cinema, nº
334, 1985 p. 1

GODARD, J. L.: “Historie(s) du Cinema” Fatal Beauté, 1998


METZ C.: (1979) “Psicoanálisis y Cine. El significante imaginario”, Editorial Gustavo Gili, 1979, p. 87 en MEO G.: Cine y Filosofía: un encuentro fecundo. UBA, Buenos Aires, 2005.


[1] Hay ejemplos en la literatura, que demuestran cuánto puede el deseo persuadir a los sentidos para llevarlos por la senda de la ilusión. Cabe recordar el enamoramiento de Nataniel por una muñeca mecánica en el cuento de Hoffmann “El hombre de arena”, o el del narrador de la Invención de Morel, que amaba a la imagen de una mujer proyectada por una máquina.
[2] De ahí se explica el cambio de la noción de espectador en el cine por la de operador en la realidad virtual.

Reflexiones en torno al Paraíso

Acabo de leer en una novela de Vila-Matas: “la invención más fácil para el hombre es la del paraíso”. No sé con exactitud cuál era el sentido de esta frase, pero al escribirla, el autor se arriesga a tantos significados como lectores haya, de ahí que me perdone -si es que algún día llega a leer mi interpretación- las libertades que me concedo. Después de todo, el escritor barcelonés debería estar agradecido que siquiera lo mencione, porque en literatura no son escasas las muestras de suma ingratitud con los originales.

Decía que me interesó esto de que el paraíso fuera la invención más fácil, porque es sorprendente cómo la mítica existencia del edén, se convierte en la práctica, en un dispositivo para nuestra infelicidad. “¿Qué hiciste hoy?” “¿Adónde vas mañana?” “¿Saliste de fiesta, a quién conociste?” “Lo estarás pasando fantástico...” Son aseveraciones que se recogen en cualquier conversación. Reúnen el germen de toda expectativa, deseosa de ser satisfecha con un relato interesante, el conjunto de anécdotas frenéticas que el interlocutor espera como si asistiera a la proyección de una película. Pero no hay héroes en la vida que se asemejen tanto a los del cinematógrafo, que después de todo, tienen el defecto importante de una vida breve. La vida humana está llena de aburrimiento, más aburrimiento del que el decoro puede hacer gala. También está repleta de tormentos, que ni siquiera reúnen las cualidades necesarias para convertirse en una pieza artística, pues carecen de universalidad, y lo peor de todo, no tienen moraleja. Leer, o ver representada la propia vida, sin la omisión considerable de escenas o pasajes enteros, sería pues un despropósito sin precedentes.

Pero volvamos al paraíso. Cuando estoy sumido en estas reflexiones tan pesimistas, sólo me cabe pensar en algo: una playa, una que otra mujer de belleza floreciente, el sonido de las olas contra las rocas y esa temperatura que nos hace insensibles, como si no existiéramos. Lo mismo si es la playa o el campo, la pradera o el río. Es lo más sencillo imaginárselo, haga la prueba. ¿Pero vivirlo, es posible vivirlo? Hay breves instantes en la vida en que uno se dice a sí mismo, incluso con cierto arrobo: “!Esto es, lo estoy viviendo!”. Lamentablemente el efecto se desvanece inmediatamente. Ya somos concientes. Estamos incómodos en la silla, nos molesta la arena pegada en los genitales, tenemos demasiado calor, o algo de frío. Enseguida pasamos a la búsqueda de paliativos a esas pequeñas incomodidades. Puede decirse que la vida feliz es la que transcurre en la búsqueda de esos paliativos, mientras que la infeliz es la que ni siquiera llega a ese estado de casi plenitud, tan añorado por los hombres. Pero en fin, imaginar el paraíso es el ejercicio más sencillo y puede decirse, que la actividad humana por excelencia. Por eso que la envidia nos resulta tan fácil. Como no estamos completamente felices con nuestra vida, nos resulta más fácil creer que los otros sí lo estarán. Y entonces nos imaginamos el paraíso en el que viven ellos y al que nosotros no tendremos nunca acceso. A veces dedicamos la vida entera para alcanzarlo, y una vez el pájaro en mano, preferiríamos ver cien volando. Pero, ¿podemos abolirlo? Acabar sin más esa insidiosa enfermedad de la mente, que se esfuerza por alcanzar un estado del que la razón no puede dar cuenta. Sí, podemos abolirlo, pero, ¿nos ahorrará los pesares, los contratiempos, los tragos amargos bebidos de golpe? Probablemente los acrecentaría. La voluntad, cuadrúpedo incorregible, no puede quedarse sin presa y no desesperar, sólo puede, en un esfuerzo supremo, perseguir su propia cola y llamar a ese mordisco imposible: Paraíso.