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martes, 6 de marzo de 2012

Libertad, necesidad, invención


Al comenzar a escribir este ensayo, me veo en la necesidad de compartir con el lector cierta disposición enigmática, en virtud de la cual me aproximo a un problema todavía no formulado. El problema surge de la yuxtaposición de los tres términos que son título de este opúsculo, los cuales he preferido dejar en su disposición original, sin añadir a ellos conectores ni jerarquías de ningún tipo, esperando que su misma proximidad, origine la forma iluminada que hasta ahora el espíritu sólo capta oscuramente.
La double vie de Véronique (1991) – Krzysztof Kieslowski

Nos apoyamos en el supuesto de que cada término no es un conjunto cerrado y que el esfuerzo por definir sus contornos, reclama desde un comienzo, la participación de un dominio semántico. El ensayo de yuxtaponer los tres términos: Libertad, Necesidad e Invención, provoca la intuición de ese dominio, que la inteligencia, o el arte más o menos eficaz del discurso, permitirá plantear en un problema y luego, con suerte, resolver en una fórmula satisfactoria. Cada término al yuxtaponerlo con otro, disputa las propiedades que antes de pertenecerles en derecho, son reclamadas en el acto mismo en que acuden al pensamiento las imágenes y metáforas que harán de materia prima a los juicios. “Aquello pertenece a la libertad, aquello es invención, o necesidad pura” etc. Pero querríamos ver en ciertas propiedades ambivalentes, precisamente aquellas que se resisten al análisis; una vía regia a la comprensión de este nuevo dominio, nacido del momento en que cada ser depone su discontinuidad en una suerte de sacrum convivium, del cual no haremos más introducciones, pues aunque no lo sepamos, “ya se está desarrollando algún sitio recóndito del taller de la razón mientras este discurso ocurre” (Henrich von Kleist, Sobre la fabricación del pensamiento mientras se habla).

La creación como impulso
Al hablar de creación, nos resulta muy difícil, sino imposible, apartarnos de la idea de diseño, pues tenemos como contrapartida las fabricaciones humanas, donde la materia sigue a la idea y se considera que la creación es perfecta, cuando imita rigurosamente la teoría. “(…) no podemos evitar representarnos la organización como una fabricación. Sin embargo una cosa es fabricar, otra organizar. La primera operación es propia del hombre. Consiste en ensamblar partes de materia que se han recortado de tal forma que puedan insertarse unas en otras y obtener de ellas una acción común. Se las dispone por así decir, alrededor de la acción que ya es su centro ideal. La fabricación va por tanto de la periferia al centro o, como dirán los filósofos de lo múltiple a lo uno. Por el contrario, el trabajo de organización va del centro a la periferia. Comienza en un punto que es casi un punto matemático, y se propaga alrededor de dicho punto a través de ondas concéntricas que van ampliándose siempre” (Henri Bergson, La evolución creadora).
The end of cytokinesis in a green urchin zygote.

Construimos un puente porque queremos cruzar al otro lado, porque queremos hacer más sencilla la vida. De ahí que pensemos en la forma que mejor satisfaga este propósito y luego, sólo resta un cálculo más o menos riguroso para determinar el éxito de nuestra empresa. Pero el propósito de nuestros cuerpos, de nuestro cerebro, sigue siendo un misterio para nosotros. Hay tanta libertad en su empleo, que este mismo vocablo: “empleo”, resulta insuficiente. De ahí que nuestras investigaciones causalistas fracasen, por no ver más que una abismante circularidad en la creación del órgano y el supuesto “fin” al que el órgano propende. Nuestra interpretación será que el órgano ha sido de algún modo útil al organismo, pero con ello no escapamos a la circularidad. A su vez, cada organismo pertenece a una especie a la que rinde tributo y cada especie está atada a otra infinidad de seres en el compromiso que le impone la vida; vida que es a la vez lucha y dependencia recíproca. Imponer un orden causal allí, supone incurrir en problemáticos artificios. En cambio, si convenimos en decir que se trata de una misma tendencia a diferir de modo constante en el nacimiento de cada ser, podemos explicarnos la novedad constante como el fruto de un desequilibrio inicial, iniciado teóricamente en ese punto matemático del que habla Bergson. ¿Pero, por qué la tendencia a diferir? ¿Cómo puede surgir lo distinto de lo que es idéntico?
Lamina explicativa de la evolución de la jirafa según Lamarck

La creación podría ser definida como el impulso, cuyo resultado es la impresión negativa de su devenir sobre las resistencias de la materia. La materia no podría ser percibida sin creación, pues toda percepción supone un cambio, una alteración. De ahí que sea preciso señalar, que la materia, o la idea que tenemos de la misma, reclama la participación de este impulso que llamamos creación, aunque sea sólo para excluirlo luego de la proposición, obteniendo de ella, la materia en estado puro. Pero como vemos, esto no es más que una operación retrospectiva. No cabe pensar en un ser sin cualidades, como es imposible dar forma a una idea sin vencer ciertas resistencias. La materia sería entonces, lo que hay de común en una serie de resistencias específicas, pero incluirá forzosamente este impulso original que hemos convenido en llamar creación. Ahora bien, si hemos sostenido que el impulso es necesario en sentido absoluto y que el impulso muy bien podría llamarse creación, ¿cómo defenderemos los grados de libertad que toda creación supone? Hay creaciones más afortunadas que otras, como hay organismos más aptos para remontar la corriente de un río. Los hay que fracasan a medio camino; estos están condenados a la desaparición. La hipótesis evolucionista señalará que la existencia de un organismo tal, se explica por selección natural. Los finalistas, dirán que el organismo se modificó a sí mismo a través de generaciones hasta alcanzar su forma actual; la más eficiente para lograr el fin perseguido. Sin embargo ¿era posible prever el fin? ¿Qué forma tendría esta idea preconcebida? ¿Con qué escollos sabría que iba a tropezar?
Como muy agudamente señalaba Aristóteles en su Física, nos damos a nosotros mismos el fin y nos movemos hacia él con libertad, de modo progresivo. ¿Pero dónde comenzó esta libertad? De los minerales no decimos que se mueven para alcanzar su fin, sólo se desplazan al sufrir una coacción del medio (e.g. la fuerza de gravedad), pero su estado natural es el reposo. Y si bien los animales se mueven para procurarse la nutrición o la reproducción, lo hacen dentro de los estrechos contornos del instinto. ¿Adónde pues, hemos de situar el comienzo de la libertad del movimiento? “Por más simple que sea un ser, no existe un umbral a partir del cual aparezca el existir dentro. Este no puede ser resultado de una complejidad creciente. Si los seres ínfimos no tuviesen, a su manera, y ya desde el comienzo, una existencia dentro, ninguna complejidad podría hacerla aparecer” (Georges Bataille, El erotismo).
Oso polar jugando con perro siberiano.

El problema radica en que de la potencia al acto siempre hay una incógnita. Dicha incógnita la explicamos retroactivamente mediante el instinto, la inteligencia, o la fuerza de gravedad. Decimos que la piedra no es libre al caer a tierra, que el animal actúa bajo la más estricta necesidad cuando se halla frente a su presa, pero el universo pareciera estar plagado de excepciones. En el paso de la potencia al acto, no hay nada parecido a un silogismo. Toda ilusión de causalidad presupone la interacción de elementos simples, discretos, aislados de la influencia heterogénea del “exterior”. Así, decimos que el sol modificará químicamente una placa fotosensible que se encuentre expuesta a su influencia y que aquí hay causalidad. Pero el enunciado lógico, “Si A, entonces B”, se refiere exclusivamente a estos términos; la luz y la placa foto sensible, lo que forzosamente resulta artificial considerando que los fenómenos no encontramos uno, sino incontables agentes, todos los cuales son en alguna medida responsables del resultado nunca definitivo, producido en nuestra percepción. “La placa cambió”; esto declara el juicio cuando constatamos el cambio físico producido en la placa; su oscurecimiento. Decimos que es la misma placa la que se ha oscurecido. Es decir, dejamos parte de su ser al margen del cambio operado en ella; su forma rectangular, por ejemplo. Dibujamos a su alrededor un contorno lógico de exclusión. Con ello nos limitamos a sumar a la imagen de la placa virgen, la placa desflorada. Sin embargo hay en realidad dos placas, o infinitas placas en la oscilación de la placa virgen a la que, por fuerza deja de serlo. Las placas son sólo vistas, cortes sincrónicos en un devenir en esencia indivisible. Así, la cualidad que define la placa foto sensible, no es substancial, está siempre puesta en relación a un sistema, que para nuestra desgracia, tampoco está cerrado en un conjunto de agentes y elementos pasivos finitos, sino que es él mismo pura potencialidad, pura interdependencia. La identidad de la placa fotosensible entre un estado y otro, es una ficción del espíritu, que es el único que se ha sustraído en cierto modo de la acción del tiempo en el refugio de la memoria.

Mónadas seductoras

Molinos – Salvador Dalí

Para el ave es natural, cortar el aire, o envolverlo con el propósito de volar. Gabriel Tarde (1899) dirá que cada mónada del universo, se manifiesta como verdadera déspota de su entorno. Así, siendo el ave un organismo que se desplaza por el aire, encontrará en el órgano –el ala– la capacidad de seducir en su movimiento a una legión de moléculas de aire. Ellas pasarán a servirla en su vuelo, sin desgatarse por ello un ápice; cumpliendo, como cada cosa, su voluntad individual. Paralelamente, es ilustrativo del hábito del hombre, diseñar un molino para transformar la energía del viento. Ambos ponen a su disposición las propiedades del viento y el viento lo hace a gusto, sin enterarse de que les sirve ni al ave, ni a las aspas del molino. Así pasa con toda la materia subordinada, es subordinada sólo en un aspecto secundario, nada corrompe íntimamente su voluntad. “Uno de los errores de la vieja fisiología era el pensar que al entrar en un organismo las sustancias químicas abdicaban todas sus propiedades y se dejaban penetrar hasta su fuero interno y su arcano más secreto por la influencia misteriosa de la vida. Nuestros nuevos fisiologistas han disipado completamente este error. Una molécula organizada pertenece pues a dos mundos extraños u hostiles el uno al otro” (Gabriel Tarde, Monadología y Sociología). Así mismo podemos pensar que las relaciones amorosas y todas las subclases de atracción e influencia misteriosa entre seres humanos, no ocurren dejando intacta la identidad, sino que hay capas completas del ser, aspectos, físicos o imaginarios, que son literalmente conquistados, por un movimiento que se originó en otro sitio, aunque sea a expensas nuestras.

Como se nos ocurre pensar, este dominio así expresado en el acto de volar, no está muy lejos de lo que Nietzsche llama la voluntad de poder y en otras ocasiones voluntad de dominio. Se diferencia creemos, en el hecho de que aquí no hallamos una coacción del fuerte por el débil, sino un contorno que se deforma por una acción recíproca que llamamos volar, sin concebir que el aire es débil, ni que el ala es lo suficientemente fuerte para propulsarse en el vacío. La gacela no es más presa del guepardo, que el viento del ala del ave, pues hay una labilidad calculada en la especie, que sacrifica a la gacela particular a ese guepardo particular, salvaguardando a cambio, cierto equilibrio en virtud del cual la especie sobrevive en el tiempo. El cuerpo de la gacela es en este sentido, tan propiedad del guepardo como el felino depredador lo es de la gacela. Hay algo que cede en la gacela, antes de ser arrebatado por el guepardo, como si el escapar y el latir cada vez más frenético de su corazón presagiara un destino por ella deseado[1].


[1] “El deseo” en Tarde, “la voluntad de poder” en Nietzsche, no hubieran eclosionado sin haber contado con la metafísica de Schopenhauer como sustrato nutritivo, metafísica que el maestro hereda, o quizás reclama como si se tratara de la llama de Prometeo, de la religión de los Vedas, y que sostiene una igualdad entre la individuación de la voluntad y la ilusión de la multiplicidad.

Las moléculas de agua y carbono que nos componen, se han dado, igual que nosotros, su forma. Nuestro ser no les exige abolir su autonomía, antes bien, las seduce, las hace entrar en su propio juego sin advertirlas, les entrega un medio idóneo para que cumplan allí su propio deseo. Precisamos de ellas, como nuestra mente precisa de un cerebro y el cerebro de neuronas ávidas de oxigeno. Pero cuando decimos que nuestra mente quiere un cerebro, no hay ahí una afirmación contingente. Bien podríamos decir también que está limitada a su asidero orgánico; cayendo de lleno en el terreno de la necesidad. No tendríamos pues, el fin, el instrumento y luego el acto, sino que todo ocurriría de modo más o menos simultáneo. “Puesto que aquí el maestro, la obra y el material son una sola y la misma cosa. Y de aquí el que sea cada organismo una obra maestra exuberantemente acabada” (Schopenhauer, La voluntad en la Naturaleza). Entonces resulta absurdo hablar de una voluntad no objetivada; en un estado previo a su materialización, pues no hay ser sin propiedades. Todo ser se encuentra, desde el momento en que contrae títulos de propiedad; léase, un cuerpo, un cerebro, una estructura ósea etc., en deuda con el deseo objetivado de una diversidad de seres que acabarán por reclamar su muerte o, como queremos creer nosotros, su variación infinita. Bien lo expuso Freud (1915) en su ensayo sobre Pulsiones y destinos de pulsión, “el individuo lleva realmente una existencia doble, en cuanto es fin para sí mismo y eslabón dentro de una cadena de la cual es tributario contra su voluntad (…) no es sino el derechohabiente temporáneo de una institución que lo sobrevive.” Es fácil pensar esta dualidad en lo tocante al individuo y la especie. Freud se refería a la sexualidad y su facultad reproductiva; qué mejor que ella para afirmar la muerte del individuo. Pero si vamos un poco más lejos, lo mismo podría plantearse ocurriendo ya no entre el individuo y la especie, sino como un solo movimiento de renovación inherente a la vida, que demanda para ella la variación constante de sus formas, que se opone a toda discontinuidad. Todo ser es inestable; sus propiedades son temporales, circunscritas. Al derecho de tener un cuerpo se impone la obligación del envejecimiento y la muerte.
“Nos negamos a ver que la vida es un ardid ofrecido al equilibrio, que toda ella es inestabilidad y desequilibrio, que ahí se precipita. Antes que nada es tributaria de la muerte, que le hace un lugar, luego lo es de la corrupción, que sigue a la muerte y que vuelve a poner en circulación las substancias necesarias para la incesante venida al mundo de nuevos seres.” (Georges Bataille, El erotismo) Decimos vida y no muerte, pero la verdad es que la vida no ha cesado en ningún momento. Aquí no hay sino una diferencia de valores. Una organización nos conviene más que otra. Es la conciencia, ese instante privilegiado, el quisiera reclamar para sí algo de eternidad. Sostenemos que la única manera en que verdaderamente lo logra, es proyectándose en el origen, haciendo de toda la variación universal una progresión hacia la libertad pura, haciendo de ella, un destino necesario y no contingente.
Cada ser se da a sí mismo su forma; reclama las propiedades que lo hacen visible a otros seres, que lo hacen diferir y organizarse. Y sin embargo, hay una experiencia vital del otro, que en sí misma puede ser aterradora para el ego; es la que nos muestra en los otros seres el mismo deseo, la misma voluntad, aún presa del gobierno de necesidad. Al ser capaces de este acto de exterioridad a la voluntad, que Schopenhauer llama la contemplación estética, pareciera que conquistamos por primera vez el terreno de la libertad pura. Es la misma voluntad, objetivada en este diferir, la que puede señalarse como única e idéntica en todos los seres. Más aún, considerando que cada ser propende a un dominio ilimitado de conquista, sólo conquista íntimamente la voluntad cuando es capaz de una libertad que se halle fuera de la misma, es decir, cuando alberga en sí mismo la conciencia absoluta, el fin de los tiempos. Pues sólo el tiempo retrasa la voluntad hacia el conocimiento de sí misma y por lo tanto, al cumplimiento de su móvil original, aunque éste haya sido imposible de formular antes del surgimiento de la conciencia.

La invención como acto libre

Porque, “(…) plantear el problema no es simplemente descubrir, sino inventar” (Bergson, El pensamiento y lo moviente). La invención da al ser aquello que no era posible hasta el momento en que se hace acto, pues si fuera posible antes, ya estaría hecho en algún lugar del mundo de las ideas, sólo cabría imitarlo, arroparlo de realidad. Muy por el contrario, creemos que las ideas son posibles sólo cuando una inteligencia les ha dado forma, lo cual implica antes que nada, vencer las resistencias que el lenguaje nos impone. Nadie puede concebir en bloque nada, pues ello equivaldría a decir que venía hecho. Incluso el proceso de poner en palabras mis ideas, es un proceso en vías de desarrollo. El modelo que dio origen al discurso es apenas un catalizador, pero el pensamiento no tiene lugar hasta que es formulado, oído y comprendido.
¿Y sin embargo, dónde nace este impulso inventivo, independiente en apariencia al movimiento necesario que dio forma a nuestro cuerpo? ¿Es acaso el recreo necesario de una inteligencia concebida únicamente para la acción? Pues si hay algo cierto en la invención, es que podría muy bien no ser; no haber sido nunca, en ello estriba su novedad. Diremos que hay una voluntad que se impone a la inteligencia y que expresa, en forma de déficit, el abismo que la separa de su objeto de deseo. Escribir dramas, dibujar paisajes o componer sinfonías, no son actividades necesarias para sostener la vida del organismo y sin embargo, el método que seguimos para llegar hasta ellas, pasa a ser en un punto, el mismo que utilizamos para dar respuesta a las dificultades que nos impone la vida. Somos nosotros, los que libremente, planteamos esas dificultades, esos obstáculos a nuestra fantasía. Sin límites ésta se encontraría, por así decirlo, infinitamente distendida, cercana a la inexistencia. Ese momento de libertad, que tiene lugar cuando inventamos, debe ocurrir entonces dentro de la más estricta necesidad. “Sólo he de habérmelas con una libertad teórica. Que me den lo finito, lo definido, la materia que puede servir a mi operación, en tanto que esté al alcance de mis posibilidades. Ella se me da dentro de sus limitaciones. A mi vez le impongo yo las mías. Henos entonces en el reino de la necesidad. Y con todo: ¿quién de nosotros no ha oído hablar del arte sino como de un reino de libertad? (…) en arte, como en todas las cosas, no se edifica si no es sobre un cimiento resistente: lo que se opone al apoyo se opone también al movimiento.” (Igor Stravinsky, Poética Musical)
Coreografía de Pina Bausch para La consagración de la primavera de Igor Stravinsky

Cada ínfima diferencia armonizada al observar el organismo vivo, es una imagen de la más perfecta necesidad. Pero los elementos de una composición humana no siempre conspiran hacia el mismo fin. Hay algunos que amenazan con destruirse mutuamente y la unidad de la obra dependerá en este caso de un tercer elemento; el juicio. ¿Pero no nos parece extraña esta noción al sistema que hemos venido insinuando? Sin duda lo es, y por ello las obras humanas, a veces dignas de la más incondicional admiración, ofrecen al lector un punto de fuga. En ese punto de fuga, se situaría la crítica. La obra podría haber sido de otro modo. Le faltó tal o cual cosa. Decimos con ello, que no todos sus elementos se imponen con necesidad. Sólo a la obra maestra le cabe presentarse en bloque a la conciencia, tal cual se presenta ante nosotros un organismo vivo. “Ocúrresele al cabo que sea la única figura legítima y hasta posible, sin que pudiera darse otra forma de vida que no sea esa.” (Arthur Schopenhauer, Sobre la voluntad en la naturaleza) Así pues, le exigimos a la obra de arte que sea una experiencia vital, que vaya más allá de la imitación perfecta de las partes y capte la esencia de las cosas; que todos los elementos que la componen, expresen al ser interrogados, la misma idea, la misma necesidad.
La invención libre da al ser, la consecuencia inesperada e inevitable a un tiempo, de tener un mundo; de librarse de las ataduras de su propia muerte; muerte que es la afirmación de su contingencia física. En la diégesis, el sujeto y su sensibilidad, conquistan el dominio de lo necesario. Un drama, o una obra musical realizada con maestría, antes que someter al mundo a las preconcepciones e ideas vagas de un sujeto abstracto, dan con una forma sensible capaz de ser participada, siglos después de la muerte del autor. “Esta excepcional participación proporciona al compañero un placer tan vivo, que le une, en cierto modo, al espíritu que ha concebido y realizado la obra que escucha, dándole la ilusión de que se identifica con el creador” (Igor Stravinsky, Poética Musical). “En esta admiración que rebasa la pasividad de las actitudes contemplativas, parece que el goce de leer sea un reflejo del goce de escribir, como si el lector fuera el fantasma del escritor. (…) él participa en este júbilo de la creación que Bergson da como signo de la creación misma (Gastón Bachelard, Poética del espacio). De tal modo, mediante una imagen fantástica del mundo, hemos cristalizado todo lo que se nos escabullía del ser; su devenir radical. Cada nuevo ser, que recibe la imagen poética que ha sido producto de un acto libre del ser aniquilado, reclama para sí algo de la eternidad que le estaba frustrada en su aislamiento, en su discontinuidad animal. “Esta imagen que la lectura del poema nos ofrece, se hace verdaderamente nuestra. Echa raíces en nosotros mismos. La hemos recibido, pero tenemos la impresión de que hubiéramos debido crearla. Se convierte en un ser nuevo en nuestra lengua, nos expresa convirtiéndonos en lo que expresa, o dicho de otro modo, es a la vez un devenir de expresión y un devenir de nuestro ser. Aquí, la expresión, crea ser.” (ibídem). Y sin embargo, todo individuo que se acerca a las puertas de la inmortalidad, vive una muerte anticipada, depone su discontinuidad inicial. Su obra no contendría la universalidad suficiente, no sería lo suficientemente vital, si él no hubiera renunciado en parte a su propia vida. Como muy bien señala Borges en La escritura de Dios (1949) “Quien ha entrevisto el universo (…) no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él.”

El arte de vencer una resistencia
Offret (1986) Andrei Tarkovsky

“Digámoslo una vez más: es nuestro intelecto el que, al concebir como objeto y en virtud de sus propias formas (espacio, tiempo y causalidad) el acto de la voluntad, en sí metafísico e indivisible, que se manifiesta en el fenómeno de un animal, produce la pluralidad y diversidad de las partes y sus funciones, y acaba asombrándose de la perfecta conformidad y conspiración de las mismas que resulta de la unidad originaria; con lo que, en cierto sentido se asombra de su propia obra. (…) Pero este asombro se basa en una anfibología de los conceptos, ya que tenemos en la mente las obras del hombre, que se producen por mediación del intelecto y venciendo un material extraño y resistente, lo que supone grandes esfuerzos. (Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación).
“La naturaleza no se ha esforzado en hacer un ojo más que lo que yo me esfuerzo en elevar la mano. Su acto simple se ha dividido automáticamente en una infinidad de elementos que se encontrarán coordinados en una misma idea, como el movimiento de mi mano ha dejado caer fuera de sí una infinidad de puntos que resultan satisfacer una ecuación” (Henri Bergson, La evolución Creadora). “Pues supongamos, por ejemplo, que alguien marque multitud de puntos en el papel al azar, como hacen los que practican el ridículo arte de la geomancia; yo digo que es posible encontrar una línea geométrica cuya noción sea constante y uniforme según una cierta regla, de suerte que esta línea pase por todos los puntos y en el mismo orden en que la mano los había señalado” (Gottfried Leibniz, Discurso de Metafísica).
Bergson, Schopenhauer y Leibniz han iluminado parte del problema que nos ha ocupado a lo largo de este escrito. El impulso generativo de la naturaleza es simple, continuo, indivisible en esencia. Pero nuestra inteligencia al comprenderlo, lo divide en elementos discontinuos, reglas y contornos geométricos. De este modo, cuando inventamos, en realidad fabricamos, diseñamos una maquinaria más o menos perfecta, pero que es ella misma estéril si su materia no es lo viviente. Todo nuestro esfuerzo consiste en subordinar una materia inerte, aspiramos a dar vida a nuestras invenciones sólo por analogía de movimientos. Y sin embargo, como hemos visto, alcanzamos a través de la invención libre, vencer cierta resistencia que nos secuestra a los estrechos límites de la supervivencia. Afirmaremos que el material de este arte, no son en ningún caso las vibraciones físicas –color, sonido, tacto– sino la misma voluntad que se encarna en la sensibilidad del receptor, suspendiendo su incredulidad, su escepticismo, su disposición analítica; revelándole en suma, la unidad, la transparencia del mundo. La obra es recibida en bloque, de ella queda sólo el impulso que la originó y la inevitabilidad de los medios. La obra entera fue dictada por la necesidad, no hubo albedrío alguno que la hiciera posible. Ésa y no otra nota, aquél color y aquella forma precisa, sin esfuerzos ni resistencia de ningún tipo. Como si toda una legión de medios materiales, incluidos el cuerpo del receptor, hubiesen sido seducidos en el acto creativo y pareciera que su fin no fuese otro que servir a esa epifanía donde toda discontinuidad se suspende. No hay oídos, no hay ojos que vean, no hay lenguaje que interprete. El mundo es transparente.

El triunfo de la conciencia
“Pero siempre arribamos al punto central de todo triunfo, sea contra la adversidad de las circunstancias o contra la inercia del futuro: la voluntad, y sólo la voluntad, nos hace vencer. Sólo la voluntad convertirá nuestro pensamiento casual en un sistema y de esa manera le dará un cuerpo; la voluntad y sólo la voluntad, elevará una frase feliz a la categoría de doctrina de esa felicidad. Muchos hombres lanzan frases que contienen en germen grandes kantismos; pero sólo los Kant expanden las frases hasta que alcanzan la grandeza de mundos.” (Fernando Pessoa, Eróstrato y la búsqueda de a inmortalidad). Así, aceptamos que el arte se compone esencialmente de accidentes, de resultados inesperados. No es ya, la traducción material de un plan ideal. No es ya el cálculo, sino una tendencia espiritual harto distinta, una que emplea los accidentes para llevar acabo una obra imposible de previsualizar, pero que es en su esencia, definitiva. Decimos “el lenguaje”, “el estilo”, pero éstos son géneros de resistencia cuyas posibilidades no estaban dadas hasta el momento en que un Flaubert o un Dostoievsky las crearon en sus obras. Sólo al académico le resultan útiles estos conceptos, pero todo a lo que la obra aspira es a transparentar estos medios. El arte aspira a la simplicidad, igual que el impulso que nos dio vida. La libertad del individuo que crea, que narra, es coartada a cada accidente, a cada emoción agregada a la historia, al punto que ella, comienza a existir, como un organismo, o al menos como una experiencia vital. La obra ya no es pues, un objeto inerte sobre el cual el autor disponga libremente las piezas para su funcionamiento; es un ser que existe con independencia de él, una fuente infinita de necesidad de la que bebemos para sentirnos libres por dentro.
“El curso de la vida del individuo, por confuso que pueda parecer, es un todo que concuerda en sí mismo y que tiene una determinada tendencia y un sentido aleccionador, lo mismo que la más elaborada poesía épica.” (Arthur Schopenhauer, Una fantasía metafísica). “¡Cuánto más natural y saludable es tender hacia la realidad de un límite y no hacia el infinito de la división! ¿Dirán ustedes, por esto que entono alabanzas a la monotonía? El Areopagita pretende que, cuanto más grande es la dignidad de los ángeles en la jerarquía celestial, de menos palabras disponen; de suerte que el más alto de todos no pronuncia sino una sola sílaba. ¿Es esto el ejemplo de una monotonía que debamos temer? En verdad, no es posible la confusión entre la monotonía que nace de la falta de variedad, con la unidad, que es armonía de variedades, una medida de lo múltiple. “la música dice el sabio chino Seu-ma-Tsen en sus memorias, es la que unifica.(…) Porque la unidad de la obra tiene su resonancia” (Igor Stravinsky, Poética Musical).