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jueves, 7 de abril de 2011

El mal moderno


Sólo cuando los libros sean tan escasos como en la época de Milton podrá el hombre recobrar esa pasión por la literatura, ese respeto religioso por la cultura que distinguía a los hombres de otro tiempo"


A. Huxley - La lectura, el nuevo vicio


The Tower of Babel - Erik Desmazieres


Y sin embargo, ¿qué hay de malo en tener tantos ídolos? ¿Acaso es culpable de un crimen quien obedece a sus inclinaciones intelectuales? Sabiendo que éstas no se agotan y que le será imposible acabar cualquiera. Sabiendo que el fracaso en una nos llevará a la otra y la imperfección del conjunto sólo producirá un escozor más frenético. Esta clase de hombres ha estado siempre entre nosotros. Así como han existido fumadores de opio y onanistas compulsivos. Todos ellos saben que hay algo destructivo en su conducta, algo que los predispone contra la vida. Una iteración, una acumulación de aire, un arrumbamiento sin sustancia. Y es que como dice Huxley, ya a mediados del siglo XX, hay muchos libros. Hay demasiado que leer y poco tiempo para pensar, para elaborar a partir de la falta, de la escasez. Los lectores más graves, es decir los que sufren de espasmos si se les prohíbe leer, son aquellos que encuentran en la lectura una manera de ser pensados; una manera de existir a la que se afirman aunque sea totalmente aleatoria. Entre ellos se cuentan por supuesto los enciclopedistas, los lectores de opinión, los lectores de citas y toda esa estirpe de lectores de marginalia, que devoran hasta la sandez más conspicua de su autor preferido.


La lectura del hombre moderno es una enfermedad que se propaga por el cuerpo, induciendo en él una condición de debilidad, de perpetuo abandono. Las ciencias, las artes, la estética, la frenología, la historia natural o el estudio de los suelos, cualquier cosa cabe dentro de un libro y cualquier libro puede figurar en una serie como ésta. El saber moderno o mejor, el arrumbamiento de saberes, responde a una lógica esquizofrénica. Todo debe estar allí y cualquier protesta reconvenida con el "¿y por qué no?" que tan bien ha tematizado Calligaris en su tratado sobre la psicosis (1). Hay mucho en la Biblioteca de Babel que nadie leerá, porque simplemente carece de sentido, porque su lectura es impracticable o no refiere al mundo que habitamos, pero lo importante es que figure en el catálogo, que exista aunque sea como la unidad insignificante de un orden alfabético, que sature un espacio previamente definido, una res-extensa. El Autodidacta del que se ríe Antoine Roquentin en La Náusea, los estudiaba de este modo. Primero la A, luego la B., .... hasta la Z., a sabiendas que con mucho esfuerzo sólo acabaría en vida un par de letras de la biblioteca municipal de Bouville. Pero su afán de perfeccionamiento era superior a cualquier razonamiento. No sé a quién cito cuando afirmo que la compulsión es el resultado de una falta en un ámbito complementario de la vida. El pobre autodidacta de Sartre no pudo continuar con su proyecto, no por falta de convicción, ni por tedio, que sería lo más razonable. Fue expulsado de la biblioteca por pederasta, por acosar a un muchachito que lo distraía de sus lecturas. Pero quizá hayan sido los clásicos griegos quienes lo predispusieron desde un principio hacia los inocentes mancebos. Quién sabe, pues no hay oprobio del que estén libres los lectores sistemáticos(2).


Bouvard y Pécuchet, los personajes de la novela homónima de Flaubert, son por antonomasia, la articulación más lograda que ha producido la literatura de estos lectores modernos. Burgueses inútiles, enciclopedistas versátiles, farsantes grandiosos, fáciles de amar por su ingenuidad, por su devoción absoluta a lo escrito. Luego de recibir una gran herencia (3), Bouvard invita a Pécuchet a moverse al campo. Allí inician un desplante cada vez más absurdo de oficios y pasatiempos, cada uno más fracasado que el anterior. Agricultores, paisajistas experimentales, geólogos, fisiólogos, químicos, frenólogos, coleccionistas de antigüedades. Una broma que se repite, es cierto, una sátira que conserva la estructura y altera el contenido. Para algunos una sátira menor del maestro, para otros su verdadero tour de force. Y es que se trata de una novela incompleta, como han de serlo todos los intentos por describir tan parsimoniosamente la modernidad. Lo arriesgado, lo novedoso de la apuesta de Flaubert, es que nos confronta con una ética totalmente opuesta a la construcción trágica del personaje, donde entorno, atributos físicos o intelectuales, rango social, están íntimimamente relacionados con las posibilidades heróicas del protagonista, es decir con su función en el social. Bouvard y Pécuchet son personajes literalmente sin vocación, hechos a la medida de sus inclinaciones, de sus incansables lecturas que no se sabe si llevan a un perfeccionamiento o a una forma de disipación espiritual. Lo interesante es que su sensibilidad nos enfrenta al carácter profundamente moderno de la elección, de tener por delante una deriva de conocimientos y pasiones, un espacio imposible de saturar, como debería serlo una biblioteca. ¿Y no es esa la sensibilidad de algunos hasta el día de hoy? Los eternos estudiantes, los aficionados a instrumentos, a pasatiempos sensuales o intelectuales, todos los que disponen de tiempo para jugar con sus facultades en una licencia extendida de su juventud. Tal es curiosamente, el diletantismo que promueve la modernidad y que hoy, con las lunáticas proporciones de información disponible, se ha vuelto contra los mismos lectores.


Antes que un d'Alembert, es más probable en nuestra época, toparse con al autodidacta enfermo, enfermo de citas contradictorias, de opiniones disfrazadas de evidencia, de un estilo ilegítimo y nula prolijidad gramatical. Y es que este autodidacta ha perdido frente al viejo enciclopedista la autoridad del saber escaso, del saber rescatado por generaciones, ese que se ha desprendido en su paso de todos los resabios de charlatanería, como el agua pura de un río que atraviesa su lecho. Las fuentes del autodidacta son un verdadero pantano, donde las pepitas de oro ya apenas se distinguen. Hoy existe un peligro mayor referente al criterio de los lectores que a comienzos de la imprenta. Cualquiera puede publicar, sólo los lectores más celosos y autónomos están a salvo de la tontería que padece la mayoría. Pero la pregunta es, ¿de dónde viene ese criterio? De dónde surge el dictamen que nos hace aspirar a una mínima porción de la cultura que poseían los antiguos hombres de mérito. La respuesta no es sencilla, somos deudores de nuestras lecturas, como los trajes del sastre de la tijera que los ha cortado. No podemos ver el resto de la tela, ni podemos condenarnos a la especialidad, ese vicio que abunda en la mente de los poco ingeniosos académicos. Sólo leer y procurar las lecturas que inspiraron los pensamientos que hoy nos seducen, con la libertad del ensayista y la sagacidad del científico. Siempre se encuentran nuevas tesoros si se persigue el linaje de ciertas ideas y es tarea del buen lector descubrir esa pequeña cofradía a la que pertenece, aunque ésta poco o nada tenga que ver con su función en el cuerpo social. Al menos será algo... y no todas las cosas y ninguna a la vez.



(1) La pregunta formulada por el psicótico ¿y por qué no?, no busca el debate ni está dirigida un interlocutor real. Sirve en cambio, como elemento estructurante de la iteración. Cualquier actividad está justificada desde el momento en que la historia ha sido borrada y no hay contradicción ni antítesis posible.


(2) "(...) Y al igual que los hombres que han leído muchos libros, acaban por querer libros nuevos, aunque sean malos, un hombre que ha conocido muchas mujeres, todas bellas, acaba por sentir curiosidad por las feas, cuando ve que son nuevas." (G. Casanova, Histoire de ma vie)


(3) Elemento común a La educación Sentimental, donde el protagonista recibe en herencia las tierras de un tío, sólo para dedicarse mejor a ser un burgués ocioso y amante ocasional de casas ricas y buhardillas de cortesana en París. Interesa aquí el uso que da Flaubert a la herencia como detonante de la peripecia moderna.

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