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domingo, 8 de agosto de 2010

Los edificios son flora

"Building Botany Proyect" - Ludwig, Storz & Schwertfeger 2009


Por curiosa o arriesgada que parezca esta afirmación, no es más que el epítome de un conjunto de supuestos muy razonables acerca de la pretendida división entre el hombre y la naturaleza. Debemos reconocer sin embargo, que no se trata de una identidad en sentido estricto, lo que nos obligaría a contraer difíciles compromisos a nivel discursivo y al final del día ser puestos a disposición de un tribunal poco amistoso, por no decir francamente suspicaz. Tampoco pretendemos, al decir que los edificios son flora, de modo alguno una simple analogía; la que muy probablemente encontraríamos entre los pobres recursos de un urbanista con ínfulas de poeta. Baste por el momento, consignar esta difícil posición, revestida transitoriamente por el absurdo, como una identidad retórica más que lógica y confíese en la audacia del autor para defenderla hasta sus últimas consecuencias. No sin razón Pascal, recomendaba poner al principio lo que sólo después de grandes reflexiones y penosos experimentos se ha logrado como producto. Tal vez la rebeldía propia del lector, que naturalmente lo predispone contra cualquier juego que no haya sido inventado por él mismo, sirva aquí para imantarlo hasta el final de este escrito; aunque ello nos suponga entrar fraudulentamente en su conciencia, como objeto de su interés clínico.


Mucho se ha dicho acerca de la división entre el hombre y la naturaleza. A tal punto nuestras costumbres se distinguen del fondo, que las formas resultantes, las ciudades, los vestidos, los artefactos, parecieran ser de una materia distinta, inexorablemente ajena a la naturaleza indómita que la circunda. En cada una de estas producciones puede leerse una intencionalidad humana, ellas existen sólo en función de algo que está fuera de sí mismas. Sirvan estos medios a fines de supervivencia o deleite de la especie, no tienen otra potencia que aquella para cual fueron diseñados; son en su sustancia, teleológicos. Cada una de estas formas humanas, ha peregrinado por el mundo de las ideas y en dicha peregrinación ha tomado una sobria distancia de lo natural. La rueda ha hecho más regular la sección del tronco vegetal, el techo de una casa ha hecho más factible utilizar una pendiente como refugio de la lluvia. A su vez la formulación matemática de un triángulo, o una circunferencia, ha permitido modificar la materia natural al punto de optimizar los atributos que intuitivamente la subordinaban al uso humano. Los espíritus progresistas dirán que las formas humanas han perfeccionado la naturaleza, los vernáculos, que la han corrompido, pero ambos estarán de acuerdo en su modificación sistemática e intelectualmente dirigida de la materia natural.


La artificialidad de las producciones humanas es deudora de una interpretación teleológica de la naturaleza. Dicha interpretación parte del supuesto de que lo natural está compuesto de partes mecánicas, dejando en una relativa oscuridad la fuerza capaz de propulsarlas e incluso transformarlas. Pero falta en esta intuición, una comprensión adecuada del principio genético sobre el cual se constituye el mundo fenoménico, porque una vez desarmada, la vida no sería más que una serie finita de partes sin movimiento. Siendo el caso contrario, sólo nos cabe imaginar que en el universo, tal principio genético que actualiza incansablemente los posibles históricos, está a salvo de cualquier acción analítica.[1] Mientras que en los artefactos humanos, es precisamente el análisis el que revela la arquitectura y función del objeto y una vez concluido dicho análisis, las unidades mínimas han perdido para él toda capacidad de significación. El intelecto que diseña tales artefactos, subordina una materia capaz de expresar el mundo en su totalidad, para que exprese un mundo particular ajustado a las necesidades humanas y lo hace a través de causas eficientes, que se mueven por decirlo así, con independencia de las causas finales a las que se ordena la naturaleza.



El jardín de las delicias - El Bosco 1517


La expulsión del paraíso nos servirá de metáfora, para situar el origen de esta tan difundida convicción, de que hombre y naturaleza pertenecen a órdenes que es meritorio diferenciar. La tradición cristiana nos informa en el relato del génesis, que hubo un orden previo en que todo lo existente estaba al servicio de la vida humana, universalmente conocido como Jardín del Edén. Como no es propio de género bíblico aportar descripciones muy exactas, permitámonos cierta especulación razonable. El entorno natural sería totalmente inofensivo para Adán, Eva, o cualquiera que tuviera la suerte de caer en ese césped glorioso. Los animales más feroces entregarían sin mayor trámite su vida a ese mono desnudo coronado con la potestad divina; todo alimento sería abundante y no constituiría una preocupación, puesto que no cabría luchar para obtenerlo ni conservarlo ante la inclemencia del tiempo. Según esta imagen del paraíso, inevitablemente perdido para todos nosotros, sólo una grave desobediencia al Creador nos haría perder automáticamente el fuero en virtud del cual, los males de la naturaleza, estaban temporalmente suspendidos. Fue la curiosidad de Eva o la relativa indiferencia de su compañero ante una de la tantas frutas del huerto celestial, la que originó la ira de Dios y la consiguiente expulsión de lo que podría haber resultado una muy aburrida eternidad. Se libraron en ese momento, los muchos males del mundo, en forma de predadores, plantas venenosas, frías tormentas y todo lo que pudiera amenazar la débil corpulencia de esos habitantes acostumbrados a la vida fácil.


Claramente esta cosmogonía sufre de un carácter profundamente antropocéntrico. Los males hasta donde alcanzamos a ver, no existen por derecho propio, son relativos siempre a bienes que es mandatario proteger para una u otra especie de lo natural y es así que median todas las relaciones de poder entre los posibles en competencia. La naturaleza contiene en sí misma el germen de infinitos modos de ser que se actualizan en estos combates, en estos verdaderos campos de batalla librados por la existencia. La inteligencia humana, con todos sus atributos que nos apuramos a calificar de sui generis, es también uno de esos tantos modos de ser de la naturaleza que se actualiza en la vida histórica y que sin embargo, estará siempre truncado en lo que respecta a sus posibilidades no históricas. No hay en la inteligencia pues, la libertad para particularizarse del todo que llamamos natural, no existe en el lenguaje forma alguna que no se haya tomado de lo contingente, que es por definición, lo que pudo haber sido de otro modo. Así, puesto que la inteligencia humana es contingente, nos permite ubicarnos temporalmente por sobre ciertas circunstancias que de otro modo nos dominarían, pero es en esta subordinación que otras potencias intrínsecas le son suprimidas. Y si el lenguaje y las posibilidades lógicas de la mente humana, están subordinadas a una especie muy particular de lo natural, ello las inhabilita para pensar en los posibles incomposibles[2], es decir los que están lógicamente fuera de la naturaleza tal como la conocemos.


Invierno - Giuseppe Arcimboldo 1590


De ahí que la conclusión más evidente, sea que no se puede estar fuera de la naturaleza. Que aunque capaz de crear verdaderas máquinas de la fantasía, el intelecto humano no puede producir nada nuevo en estricto rigor, nada que suponga la destrucción del principio interno que gobierna lo existente. Podrá con seguridad destruir el mundo tal como lo conoce, pero sólo habrá sustituido un orden parcial por otro orden igualmente parcial. La materia natural de la que se componen las producciones humanas se mantendrá vigente, no habiendo en ella un quiebre real en la disposición que ha decidido el intelecto para ella, sino uno de sus muchos despliegues programados. Podría decirse que la voluntad humana sobre la naturaleza, es similar a la poda que hace un jardinero cuando trabaja sobre una escultura vegetal, luchando en cada repaso contra la pérdida de forma, que no es sino la expresión más originaria e irreductible del ser viviente que es su material de trabajo.


Resulta inútil negar que existe un desacomodo entre la inteligencia que descubre y ejercita principios en la naturaleza y la materia natural que responde a estos ejercicios, sin saber por ilustrarlo de tal modo, de intenciones ni efectos previstos. Es por ello que las consecuencias de las acciones humanas muchas veces exceden los resultados anticipados, poniendo en aprietos a una especie que calculó, pero no lo suficiente para que a la larga sus acciones no tuvieran un efecto adverso a sus intereses[3]. Las producciones humanas son siempre interpretaciones de lo natural, una fantasía intelectual de un universo diseñado, en el cual se puede intervenir para maximizar un beneficio. La mayoría de las veces el beneficio corrobora en lo inmediato una suerte de encaje entre el intelecto y la materia natural, pero es tan incalculable para este intelecto, la multiplicación de efectos que su acción produce, que nuevos males arreciarán y con mucha probabilidad menos tolerables que los primeros a los que estuvo expuesto. De modo que, mientras más dominio alcance la voluntad humana sobre lo natural, mayor será el esfuerzo que deba invertir en controlar un entorno capaz de sobrevivir a cualquier mal que haya producido él mismo.




Por todo lo anterior, declaraciones como “el hombre destruye la naturaleza” nos parecen inaceptables desde el punto de vista lógico. Como la flora, los edificios florecen y marchitan, sin destruir el principio interno que constituye con certeza, la única sustancia apelable en lo natural. Los edificios serán, para el espectador futuro, como fósiles de una flora que alguna vez habitó la tierra, apenas ya distinguible de las piedras que cuentan otras historias de mundos extintos, que nadie sabrá leer. El artefacto abandonado a la intemperie se vuelve anfitrión de los más raros organismos, de una vida que interactúa con él como materia sin categoría, sin la memoria de haber servido alguna vez a seres con inteligencia, quienes lo dispusieron en un orden que sólo ellos podían decodificar y que ahora no es más que otro accidente en la interminable multiplicidad del mundo.



[1] Si se corta un insecto en mil pedazos su alma seguirá estando en alguna parte todavía viviente, que será siempre tan pequeña como sea necesario para estar a salvo de la acción del que corta. Es así que el alma como sustancia, no es en la concepción leibniziana un mecanismo sino un principio interno que contiene dentro de sí la potencialidad del mundo entero.


[2] A propósito de la noción de composibilidad, léase el Teodicea, donde Leibniz intenta resolver los problemas acarreados por la noción de posibilidad lógica y el principio de no contradicción al ser aplicados al mundo contingente. Un mundo contingente sería para Leibniz un mundo donde todo lo existente es composible; es decir un mundo donde la existencia de algo se decide en su composibilidad con el resto y por lo tanto donde existe una íntima relación de las unidades con el todo. El mundo donde existen los centauros es un mundo posible, un mundo pensable, pero los centauros son incomposibles con los seres humanos, por lo tanto pertenecen al mundo de la fantasía. En cambio los imposibles lógicos ni siquiera caben en la fantasía, porque involucran en sí mismos contradicción; como el enunciado “un triángulo cuadrado”.


[3] Véase la disciplina emergente de los Servicios Ecosistémicos, que calculan el valor económico de los bienes y servicios naturales con el costo que implicaría no contar con ellos o tener que replicarlos artificialmente. http://en.wikipedia.org/wiki/Ecosystem_services