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martes, 19 de abril de 2011

El deseo del Otro


Un buen amigo me comentó, que su futuro socio, en una empresa cuyo rubro me reservo, lo espiaba a través de su computador personal.
Todo se destapó de la siguiente manera: El socio le preguntó durante una conversación telefónica, qué hacía con esos archivos abiertos en su pantalla.

- Nada...- empezó él, como si no se enterara. Y luego, repentinamente inquieto:

- Espera, ¿pero tú cómo sabes qué es lo que tengo abierto en mi computador?

Se levantó y estudió todos los rincones de su cuarto para ver si acaso el socio le estaba jugando una mala pasada.

- Es una pequeña aplicación que me permite ver tu desktop -respondió por fin el socio con una risita siniestra- me interesa saber con quién estoy tratando.

Mi amigo, indignado, le respondió que no tenía derecho, que era una violación de su privacidad. "¿Qué es lo que pretendía? ¿Saber en qué perdía el tiempo, cuántas veces al día abría su correo? O tal vez, qué proyectos había dejado inconclusos, a quién plagiaba, o a quien intentaba parecerse. Quizá fuese todavía más indiscreto y quisiera saber qué tipo de pornografía le gustaba. ¿Por qué lo hacía?"

- Quería saber- respondió el socio, luego de una pausa en que la diatriba del otro se perdía en la distancia.- ¿Por qué te preocupas, si no tienes nada que esconder?-


++++Mi amigo colgó el teléfono y desconectó el computador. El descaro había sido lo peor. La manera en que el socio había confesado su crimen le parecía sencillamente impúdica. Más tarde aprendió que estas aplicaciones llamadas "espías", están disponibles en Internet hace varios años y son relativamente sencillas de utilizar. El espionaje ya no era cosa de hackers o informáticos, estaba al alcance de cualquiera; había sido democratizado por expresarlo de algún modo. ¿Hacía esto más perdonable la indiscreción de su supuesto hombre de confianza? La pregunta resultaba difícil de contestar. Había que estudiar la intención subyacente. Saber, Saber, Saber. ¿Pero saber exactamente qué? No se trataba por supuesto de corroborar una hipótesis, ni de un escrúpulo desproporcionado. Ambos propósitos son ilegítimos en los medios, pero despiertan de un afán de claridad que no es exactamente doloso.


++++Había algo distinto en este deseo de mirar en la vida de otro, de conocer detalles ridículos y toda clase de información irrelevante; una pérdida de tiempo por donde se la mirara. Sin embargo, debía existir una ganancia, un rédito palpable para este espionaje aparentemente inútil.

++++Y afirmaremos que lo hay. Toda actividad humana se orienta a un resultado, lo que equivale a decir que lo representa; que incluso sin plena conciencia de los medios utilizados, dicha actividad obedece a una voluntad que conoce muy bien su objeto. Nihil volitum quin precognitum, dice el adagio escolástico: «No se puede querer lo que no se conoce previamente» El objeto del espía es perderse en la vida del Otro, anular o reducir a un par de acciones automáticas su propia vida e intereses. Ese es su rédito; postergar su elección, poniendo en su lugar el deseo del Otro. Es sin lugar a dudas una pequeña muerte, ¿pero no buscan eso los morfinómanos y los adaptados usuarios de antidepresivos?



++++El espía virtual lo ha producido en primer lugar la diversificación de los medios de espionaje, o mejor aún, su práctica normativa travestida de liberalización. No es casualidad que hoy, estas pequeñas cerraduras[1] hacia la vida de los otros, estén al alcance de todos. Facebook sin ir más lejos, fue un mal que aconteció como verdadera necesidad histórica. Ese rédito de la desaparición, que busca en el fondo todo curioso y aburrido usuario de la red social, fue sabiamente democratizado porque era la forma económica por antonomasia. Era económica digo, como es económico el instinto gregario, que reduce la complejidad de la conducta en una pura imitación, en una pura usurpación del individuo por el grupo, absorto en la contemplación y en el reflejo "Me gusta".


++++Facebook no fue la ocurrencia de uno, sino el resultado previsto por el desarrollo de una generación sin deseo. De cierta manera, cada vida expuesta, cada concesión que hace el individuo neurótico al ingresar a un libro de rostros, cada seducción o puesta en escena no es más que una patente de corso que legitima su propia pulsión de ver. ¿Y que miramos en la vida del resto? A nosotros mismos probablemente, como si fuéramos Otro, pero sin dolor, sin angustia, como ocupados en cualquier cosa menos la existencia.


++++Hugo Correa, escritor chileno traducido por Ray Bradbury (aunque peco de provincianismo al señalar tan ufanamente la circunstancia) ya en 1973 cuando escribe Los Altísimos, denuncia una ciudad futurista donde se ha perdido verdaderamente todo el pudor. En esta ciudad, que es un verdadero computador pensante, los edificios ofrecen a la vista de sus invitados la visión de otros huéspedes, que casualmente también están solos y necesitan compañía. Lo que sorprende más a nuestro héroe, abducido de un Chile pre-dictatorial, es que las impacientes señoritas no tardan en aparecer ante su puerta exigiendo lo que él no atinó a darles, por tartamudeos de un mundo ya extinto.

++++Guarda correspondencia la predicción de Correa con la de un Huxley, especialmente en la disipación de las costumbres sexuales, condición al parecer necesaria para una sociedad eficiente. Se da rienda suelta al instinto, porque el calculo eficiente no duda ya en imitar las estrategias de la propia Naturaleza. ¿Estaremos ante una versión sutil, pero exacta de Los Altísimos? ¿Quién nos ve desde arriba con tanta paciencia, absorto en la contemplación de una película sin cortes, en un espionaje que es puro goce, pura desaparición? "Debe ser el más solitario de entre los monstruos" dirá Ciorán, el poeta de la desesperación.


[1] Cerraduras, para usar la metáfora de Jean Cocteau y hacerle de paso un guiño a la historia del cine, que es en realidad una historia del espionaje. Espionaje se entiende, en un sentido tal vez más legítimo, desde el momento en que a la vista del espectador hay una realidad transfigurada, un recorte que deja fuera todo lo irrelevante.

viernes, 15 de abril de 2011

Un Ruido Ensordecedor (2010) - Cortometraje en 16mm

Foto del Rodaje Un Ruido Ensordecedor

jueves, 7 de abril de 2011

El mal moderno


Sólo cuando los libros sean tan escasos como en la época de Milton podrá el hombre recobrar esa pasión por la literatura, ese respeto religioso por la cultura que distinguía a los hombres de otro tiempo"


A. Huxley - La lectura, el nuevo vicio


The Tower of Babel - Erik Desmazieres


Y sin embargo, ¿qué hay de malo en tener tantos ídolos? ¿Acaso es culpable de un crimen quien obedece a sus inclinaciones intelectuales? Sabiendo que éstas no se agotan y que le será imposible acabar cualquiera. Sabiendo que el fracaso en una nos llevará a la otra y la imperfección del conjunto sólo producirá un escozor más frenético. Esta clase de hombres ha estado siempre entre nosotros. Así como han existido fumadores de opio y onanistas compulsivos. Todos ellos saben que hay algo destructivo en su conducta, algo que los predispone contra la vida. Una iteración, una acumulación de aire, un arrumbamiento sin sustancia. Y es que como dice Huxley, ya a mediados del siglo XX, hay muchos libros. Hay demasiado que leer y poco tiempo para pensar, para elaborar a partir de la falta, de la escasez. Los lectores más graves, es decir los que sufren de espasmos si se les prohíbe leer, son aquellos que encuentran en la lectura una manera de ser pensados; una manera de existir a la que se afirman aunque sea totalmente aleatoria. Entre ellos se cuentan por supuesto los enciclopedistas, los lectores de opinión, los lectores de citas y toda esa estirpe de lectores de marginalia, que devoran hasta la sandez más conspicua de su autor preferido.


La lectura del hombre moderno es una enfermedad que se propaga por el cuerpo, induciendo en él una condición de debilidad, de perpetuo abandono. Las ciencias, las artes, la estética, la frenología, la historia natural o el estudio de los suelos, cualquier cosa cabe dentro de un libro y cualquier libro puede figurar en una serie como ésta. El saber moderno o mejor, el arrumbamiento de saberes, responde a una lógica esquizofrénica. Todo debe estar allí y cualquier protesta reconvenida con el "¿y por qué no?" que tan bien ha tematizado Calligaris en su tratado sobre la psicosis (1). Hay mucho en la Biblioteca de Babel que nadie leerá, porque simplemente carece de sentido, porque su lectura es impracticable o no refiere al mundo que habitamos, pero lo importante es que figure en el catálogo, que exista aunque sea como la unidad insignificante de un orden alfabético, que sature un espacio previamente definido, una res-extensa. El Autodidacta del que se ríe Antoine Roquentin en La Náusea, los estudiaba de este modo. Primero la A, luego la B., .... hasta la Z., a sabiendas que con mucho esfuerzo sólo acabaría en vida un par de letras de la biblioteca municipal de Bouville. Pero su afán de perfeccionamiento era superior a cualquier razonamiento. No sé a quién cito cuando afirmo que la compulsión es el resultado de una falta en un ámbito complementario de la vida. El pobre autodidacta de Sartre no pudo continuar con su proyecto, no por falta de convicción, ni por tedio, que sería lo más razonable. Fue expulsado de la biblioteca por pederasta, por acosar a un muchachito que lo distraía de sus lecturas. Pero quizá hayan sido los clásicos griegos quienes lo predispusieron desde un principio hacia los inocentes mancebos. Quién sabe, pues no hay oprobio del que estén libres los lectores sistemáticos(2).


Bouvard y Pécuchet, los personajes de la novela homónima de Flaubert, son por antonomasia, la articulación más lograda que ha producido la literatura de estos lectores modernos. Burgueses inútiles, enciclopedistas versátiles, farsantes grandiosos, fáciles de amar por su ingenuidad, por su devoción absoluta a lo escrito. Luego de recibir una gran herencia (3), Bouvard invita a Pécuchet a moverse al campo. Allí inician un desplante cada vez más absurdo de oficios y pasatiempos, cada uno más fracasado que el anterior. Agricultores, paisajistas experimentales, geólogos, fisiólogos, químicos, frenólogos, coleccionistas de antigüedades. Una broma que se repite, es cierto, una sátira que conserva la estructura y altera el contenido. Para algunos una sátira menor del maestro, para otros su verdadero tour de force. Y es que se trata de una novela incompleta, como han de serlo todos los intentos por describir tan parsimoniosamente la modernidad. Lo arriesgado, lo novedoso de la apuesta de Flaubert, es que nos confronta con una ética totalmente opuesta a la construcción trágica del personaje, donde entorno, atributos físicos o intelectuales, rango social, están íntimimamente relacionados con las posibilidades heróicas del protagonista, es decir con su función en el social. Bouvard y Pécuchet son personajes literalmente sin vocación, hechos a la medida de sus inclinaciones, de sus incansables lecturas que no se sabe si llevan a un perfeccionamiento o a una forma de disipación espiritual. Lo interesante es que su sensibilidad nos enfrenta al carácter profundamente moderno de la elección, de tener por delante una deriva de conocimientos y pasiones, un espacio imposible de saturar, como debería serlo una biblioteca. ¿Y no es esa la sensibilidad de algunos hasta el día de hoy? Los eternos estudiantes, los aficionados a instrumentos, a pasatiempos sensuales o intelectuales, todos los que disponen de tiempo para jugar con sus facultades en una licencia extendida de su juventud. Tal es curiosamente, el diletantismo que promueve la modernidad y que hoy, con las lunáticas proporciones de información disponible, se ha vuelto contra los mismos lectores.


Antes que un d'Alembert, es más probable en nuestra época, toparse con al autodidacta enfermo, enfermo de citas contradictorias, de opiniones disfrazadas de evidencia, de un estilo ilegítimo y nula prolijidad gramatical. Y es que este autodidacta ha perdido frente al viejo enciclopedista la autoridad del saber escaso, del saber rescatado por generaciones, ese que se ha desprendido en su paso de todos los resabios de charlatanería, como el agua pura de un río que atraviesa su lecho. Las fuentes del autodidacta son un verdadero pantano, donde las pepitas de oro ya apenas se distinguen. Hoy existe un peligro mayor referente al criterio de los lectores que a comienzos de la imprenta. Cualquiera puede publicar, sólo los lectores más celosos y autónomos están a salvo de la tontería que padece la mayoría. Pero la pregunta es, ¿de dónde viene ese criterio? De dónde surge el dictamen que nos hace aspirar a una mínima porción de la cultura que poseían los antiguos hombres de mérito. La respuesta no es sencilla, somos deudores de nuestras lecturas, como los trajes del sastre de la tijera que los ha cortado. No podemos ver el resto de la tela, ni podemos condenarnos a la especialidad, ese vicio que abunda en la mente de los poco ingeniosos académicos. Sólo leer y procurar las lecturas que inspiraron los pensamientos que hoy nos seducen, con la libertad del ensayista y la sagacidad del científico. Siempre se encuentran nuevas tesoros si se persigue el linaje de ciertas ideas y es tarea del buen lector descubrir esa pequeña cofradía a la que pertenece, aunque ésta poco o nada tenga que ver con su función en el cuerpo social. Al menos será algo... y no todas las cosas y ninguna a la vez.



(1) La pregunta formulada por el psicótico ¿y por qué no?, no busca el debate ni está dirigida un interlocutor real. Sirve en cambio, como elemento estructurante de la iteración. Cualquier actividad está justificada desde el momento en que la historia ha sido borrada y no hay contradicción ni antítesis posible.


(2) "(...) Y al igual que los hombres que han leído muchos libros, acaban por querer libros nuevos, aunque sean malos, un hombre que ha conocido muchas mujeres, todas bellas, acaba por sentir curiosidad por las feas, cuando ve que son nuevas." (G. Casanova, Histoire de ma vie)


(3) Elemento común a La educación Sentimental, donde el protagonista recibe en herencia las tierras de un tío, sólo para dedicarse mejor a ser un burgués ocioso y amante ocasional de casas ricas y buhardillas de cortesana en París. Interesa aquí el uso que da Flaubert a la herencia como detonante de la peripecia moderna.