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lunes, 29 de marzo de 2010

El Buen Gusto

A mis amigos, condenados a un sufrimiento inagotable por el bien de la humanidad.

The same refinement which brings us new pleasures exposes us to new pains.
(Edward Bulwer-Lytton)


Hay quien dice que el aristócrata ejemplar, debería ser todo él un puro paladar. Y es que en este mundo hay quienes elaboran los bienes y quienes se dedican a disfrutarlos, ejercitando esa clase de juicio específica de los sentidos, que llamamos "el buen gusto".

Para entrenar este verdadero músculo, se requiere de tiempo, dedicación, auto-postergación, pero sobre todo de una sed inagotable de nuevos estímulos, un desprecio infinito hacia el conformismo y un desprendimiento casi magnánimo de sea cual sea la moneda de cambio. “Dadle al César lo que es del César y entregadme Roma, que es mía por derecho.” Hoy en día la aristocracia es un disfraz que adorna al poderoso, una suerte de remedo patético del burgués sin otro título nobiliario que el polvo en sus calcetines y sin más cultura que una revista de supermercado. Dejemos a un lado los reparos jesuíticos y los discursos sociales, la aristocracia no tiene nada que ver con el dinero, es una condición afortunada e injusta, pero detrás de todo lo alzado hay grandes sacrificios. Si nuestros antepasados hubiesen sido tan escrupulosos como nosotros, ningún monumento, ninguna demostración de la locura y el exceso humano, una historia sin pirámides ni filósofos, ni músicos ni brocados exquisitos cubriendo el talle de hermosas doncellas perfectamente adiestradas para tocar el clavecín. Un pasado sin perfumes ni literatos ociosos que nos obsequiaran hoy de sus breves iluminaciones. Una historia como aquella no es digna de ser recordada. Es gracias a estos deportistas del gusto, a estos paladares, oídos y bocas ávidas de nuevas sensaciones, que tenemos hoy un patrimonio cultural.

Sucede que hoy, quienes cultivan ese músculo del gusto, rara vez tienen en su bolsillo la moneda de cambio de la cual felizmente se desprenderían para conseguir los tan deseados bienes, que en manos de otros no hacen sino rectificar la maldad esencial de la existencia. Estos individuos notables no han sido hechos para trabajar, son ajenos a los avatares perversos del materialismo histórico. Sus cuerpos están atrofiados, son meros receptáculos, meros órganos sensitivos cuyo refinamiento es una suerte de segundo molde sobre el cual se funden los goces de esta vida. Hay quién dice que es el trabajo la actividad esencialmente humana, pero la misma persona no dictamina el fusilamiento inmediato de esa corte de zánganos que de la noche a la mañana son expuestos a los peligros de la inanición. Y otra persona dictamina que quien desea los goces puede obtenerlos si es que su éxito lo predestina a ellos, pero no le deja la posibilidad lógica de labrárselo, abandonándolo a las peores dificultades. Tal es la maldad sobre la cuál estos próceres de la moral deberán ser juzgados.

El buen gusto es una condena y quien lo practica se expone a las peores vejaciones. Por que es verdad, que cuando conocemos el valor de una joya, cuando hemos cultivado ese deseo toda una vida y la hemos visto en sueños hasta la más íntima de sus fibras, es como si la joya fuera nuestra y constituye un verdadero castigo ver que le ponen un precio, que se la ofrece a un postor ignorante, ¡que queda a merced del comercio más inmundo! Y es que el orfebre debe sobrevivir. La belleza de este mundo existe con razones y designios que nos están vedados. Está implicada hasta en los pliegues más íntimos de la trama social, haciendo las veces de punto en un bordado.

Mónica Vitti en "La Notte" de Michelangelo Antonioni

Es curioso lo que sucede con las mujeres bellas. Rápidamente la sociedad las convierte en objetos de deseo, son el anzuelo que mantiene enganchados a los hombres de mérito, ese apremio por vivir según las exigencias de una institución absurda; perversa naturaleza de la cual somos meros inquilinos. El poseedor de una joya tal, puede estar muy por debajo de lo que nosotros consideraríamos la verdadera ejemplaridad y sin embargo se nos impone como modelo a seguir. Y es que, aquel que cultiva el gusto por la belleza femenina, conoce las reglas a las que atenerse. Deberá estar dispuesto a venderse a los intereses del grupo, convertirse en propietario de esa dudable moneda de cambio que recibe el nombre de poder. He aquí un ejemplo de esas niñas fatales – porque es preciso subrayar el hecho de que son mujeres que rehúyen la adultez – hija de la aristocracia decadente, una Mónica Vitti que abisma la imaginación delante de ese paisaje bucólico, verdadero Trompe l’Oeil de un pasado distinguido y unas costumbres tal vez más moderadas.

Tal es amigos míos, el precio que hay que pagar por un refinamiento en el que ni bien incurrimos, se encumbra sobre todos los otros. La naturaleza ha dictaminado que el individuo evolutivamente capaz sea el feliz poseedor de sus más delicadas piezas de orfebrería. Pero hay un refugio, tal vez un mero tecnicismo que nos salva a nosotros, espíritus escépticos, renuentes a los fuegos fatuos del éxito, de caer en la desesperación. ¡Vanita vanitatis et omnia vanitas!

"La grande bouffé" de Marco Ferreri


El deportista del gusto siempre tiene la posibilidad de rebelarse. Es más, hay quienes sostienen que sólo en rebelión se desarrolla una verdadera afición por la disciplina de los sentidos, que sin excesos no puede alcanzar su ser más pleno. Es el caso de los cuatro amigos que se reúnen a comer hasta reventar en “La grande bouffé”. La comida ha dejado el gobierno de la supervivencia y ha pasado al de los goces, que son ilimitados. Ya no se persigue un bien que esté disponible en lo social y por cuya lucha se decida el más poderoso; se trata de alterarlos, escenificarlos, animarlos si es necesario con tal de llevar a acto el inagotable deseo. Diremos aún más; y es que el hombre de gusto tiene una aversión completa a lo ya hecho y no realiza su arte hasta el momento en que inventa un goce a su medida. Es por ello que a otros espíritus menos refinados, sus preferencias les pueden parecer muchas veces grotescas.

El refugio que tantos han buscado lacerando a su cuerpo, enseñándole el arte del hambre, no es más que una ilusión de libertad que se agota en un producto incompleto. Lo bienes permanecerán allí, y aún redoblados en su esplendor por nuestro estado debilitado; esa huelga inútil por la justicia. La verdadera libertad reside en la imaginación, en un mecanismo de equiparación entre pensamiento y acto, haciendo de la vida un material infinitamente manipulable; una verdadera hybris de lo creado. He aquí donde los moralistas yerran, al dirimir sobre la naturaleza de los hombres: los apetitos no son bajos, son la expresión de un exceso y como tal, algo que nos diferencia de los animales. Porque al hombre no le basta con saciar su apetito, sigue elaborando hasta crear una verdadera mímesis del goce y es allí donde comienza positivamente el dominio de su espíritu. Tanto tiempo pasa el hombre en este dominio, que las imágenes así creadas, esas huellas perceptivas de las que habla Freud en sus primeros escritos, cobran aquí una realidad resistente a la lógica.


La mujer no es toda la perfección que el ojo ve, sino en gran parte, una obra de la misma voluntad; obsesiva, neurótica, que busca en ella la realización de lo imposible. Es como aquella observación aguda de lo natural, que tiene como producto un mecanismo infinitamente complejo y no es hasta cierto punto, más que una creación de nuestro propio intelecto[1]. Tal es el caso de James Stewart en “Vértigo”, o de José Luis López Vásquez en “Peppermint Frappé”. Hombres que buscan una identidad imposible entre el recuerdo de una mujer que nunca existió y un presente inepto, que no hace sino impacientarlos. La verdad es que toda identidad es para el gustador un hecho incompleto y de ahí su total avidez, su incansable proyecto, su movimiento incesante a la vez que inútil; como la iteración que condena a Sísifo por toda la eternidad.


Vladimir Nabokov

Hay quienes, como Humbert Humbert con su Lolita, deciden intervenir más temprano y construir su ideal ab ovo. Humbert fantasea con instruirla, convertirla en su pupila; esculpirla como un verdadero Pigmalión. Pero Humbert Humbert, no es más que un escritor fracasado, lo dioses no pueden obsequiarlo con un regalo que no se ha ganado con su arte y pueden en cambio torturarlo, poniendo en él la capacidad de imaginarlo hasta el último de sus detalles. Tal es la condena de Nabokov o la de Proust, cuando intentan reproducir una memoria infinita con la palabra; no pueden alcanzar más que un fetiche, un objeto que produce salivación y que genera después de un tiempo una desesperanza aprendida. Más extremo aún es el caso del personaje de César Aira en su “Novela China”, donde el protagonista adopta una recién nacida para que sea su futura esposa. El plan supera al deseo, se convierte en una compulsión que jamás obtendrá a su objeto. Son todos fracasos positivos, esfuerzos vanos que con suerte ponen ante nosotros la detestable moraleja de ser medidos en nuestras pasiones.

La imaginación es el bien más preciado del gustador en su admiración de la obra perfecta. Pero para que haya imaginación deberá existir primero una falta, una pérdida. Ese momento perdido, ese edén particular e irrepetible es el que busca sin cesar el hombre de gusto. Y es que la belleza, precisión y armonía de esta máquina que es lo vivo, sólo se hace visible con una fuerza capaz de accionarla, de darle en su influjo el movimiento para poder interpretarla. Tal es el músculo del gusto, ese gran creador de mitos, animador de arena incansable que desafía todo lo corruptible y por el cual padecemos hoy como verdaderos mártires.


[1] Schopenahuer desarrolla esta idea en su tratado sobre la voluntad en la naturaleza, contenido en su Die Welt als Wille und Vorstellung.