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jueves, 17 de marzo de 2011

De la serie: "Monadología de la ficción"

Diégesis y Mundo



"Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que el también era una apariencia, que otro estaba soñándolo".
Las Ruinas Circulares,
Jorge Luis Borges



En Las Ruinas Circulares, relato de carácter alegórico, Borges intenta condensar una pregunta, un problema que atraviesa toda actividad narrativa, no en sus pormenores, en su técnica o efecto, sino en sus fines, en su condición trascendental. Y es que, Borges, asiduo lector de Schopenhauer, compartía con éste los enunciados que se desprenden de su metafísica de la voluntad, y las traslada de algún modo a su propia escritura, donde la creación obra el milagro de contener, de dar unidad, a lo que de otro modo resultaría diverso, caótico. Su escritura entonces, es un reflejo del mundo, pero ya no una visión parcial y puramente mimética, sino tendiente a la anulación de su propia singularidad, del tiempo o las circunstancias que lo rodean. Entonces entendemos porqué es la alegoría el género que más le conviene para lograr su cometido.

Al comienzo de Las Ruinas Circulares, el narrador nos dice: “Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad”. Es decir, es la voluntad de este hombre que su sueño se cumpla, que la pura apariencia se haga real. Pero para que esta voluntad se realice, el sueño del hombre debe ser lúcido y debe ocupar, de un modo u otro, la totalidad de su propia existencia, al punto que, “si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder.” Este desconocimiento de la vida anterior, no es amnesia exclusiva de los personajes que pueblan una ficción. Pues, ¿qué sabemos de la infancia de Raskolnikov, si Dostoievsky no nos informa propiamente de ella? Sólo nos cabe inferirla, no existe sino en derecho. De igual modo, la persona del autor posee un recuento de su historia personal, pero hay un momento que su memoria no cubre, que existe fuera de su biografía, y que referirá probablemente, sólo por medio de datos o testimonios históricos. Y es que este momento está fuera del alcance de su subjetividad, la rebasa en cierta forma, pertenece a un mundo todavía informe y prematuro.

La diégesis, que no es otra cosa que el lugar mental donde ocurre la narración, define un límite, si bien difuso, lo bastante certero para distinguir los hechos que suceden al interior de la fábula, de los otros, provenientes del mundo del autor. Sin embargo, autor y personajes que componen la diégesis, comparten un mismo olvido y un mismo destino. A pesar de tener una constitución íntegra (en las que existen, parafraseando a Borges, diversos grados de minuciosidad) son, llevados al borde del cuestionamiento, a saberse también soñados, imaginados por otro. La total oscuridad que tenemos sobre el pasado remoto y el futuro desencadenamiento de los hechos que nos afectan, es el mismo que sufren esos seres irreales, que hemos sin más lanzado sobre el escenario, como ordenándoles, ¡vive! Así también nosotros hemos de sentirnos a veces narrados, y esa íntima conciencia, tan pocas veces concedida a los personajes ficticios, es el motor que mueve a la creación de éstos a nuestra imagen y semejanza. El individuo, inseguro respecto a los dos grandes ámbitos de su temporalidad, los resuelve creando a su vez un mundo para su propio disfrute, un pequeño tiempo en que la fatalidad, ciega e insoportable, pueda transmutarse en destino[1].

Las Ruinas Circulares termina con la cita que tenemos por epígrafe de este capítulo, como diciéndonos, también éste, es un sueño dentro de otro sueño, “y es tan largo el trecho que tendrás que desandar que morirás antes de haber despertado completamente”, advertencia que ya leemos en La escritura de Dios, otro cuento de Borges, donde el Tzincán, ser singular y con nombre, debe anularse para poder conocer el sentido de esta escritura. “Quien ha entrevisto el universo (…) no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él”

Hay en esta sentencia, una crítica a la usurpación de la palabra universo, por las voces humanas. Quién quiere hablar del universo, debe renunciar a lo singular, estar fuera de los hechos. Es decir, al mismo tiempo que Tzincán abandona todo antropomorfismo del concepto, su autor nos advierte, a través suyo, que es imposible abarcar el universo, sino de forma subsidiaria e incompleta. En esta paradoja, ambas voces se mezclan, y no sabemos a ciencia cierta si emanan de la diégesis, o se encuentran en un espacio intermedio. Lo que es cierto, es que la ambigüedad del lugar que ocupa esta voz, es el origen de su resonancia propiamente metafísica. Es precisamente lo imposible del discurso lo que en este caso lo emplaza en la esfera de lo místico, y en nuestra lectura, lo que permite la existencia de un puente entre ambos escenarios, del mundo humano y del mundo narrado.

El problema de Dios atraviesa sin más, cada aspecto, por parcializado que sea, de la literatura de Borges. Desde el momento en que renuncia al recuento de lo breve y se interesa por las grandes preguntas, debe destinar el esfuerzo creativo, usualmente abocado a la mímesis, a la conjuración de las sustancias. Pero las sustancias no están ya en la superficie, ni en las cualidades sensibles que el lenguaje se esfuerza en imitar. Pertenecen a un género de la indagación, que supone, teoriza, y cuyo objeto se convierte, a poco andar, en una suerte de arqueología, de construcción sobre el vacío. De ahí que la materia poética de Borges no sea, las desventuras o contingencias humanas, sino los milagros secretos que habitan la cabeza del bibliotecario, del hombre que ha encontrado en las palabras, en las invenciones y aporías mentales, un mundo contenido en sí mismo, que sin necesidad de puertas o ventanas, refleja el exterior hasta en sus últimos detalles[2].

El mismo Borges admite, que su temprana ceguera lo inclinó pronto hacia los recuerdos, la imaginación y los libros. Deudora o no de la ceguera, su literatura es escritura sobre la escritura, libros sobre los libros. ¡Y qué paradoja vislumbraríamos, si siguiendo a Platón, decimos que Borges se aleja en tres grados de la verdad, y alejándose como lo hace, se encuentra nuevamente con la idea![3] No podemos decir a ciencia cierta si este distanciamiento de su literatura es deliberado, o bien es una extensión del destino del autor. Pero esta pregunta nos lleva a un tema que desarrollaremos más a fondo en otro capítulo de este escrito, que consistirá en plantear o no la libertad del autor en su actividad creativa, y cómo el reconocerla o refutarla, conlleva una resolución de carácter ontológico más que una mera apreciación estética.

Haciendo una revisión sucinta de la literatura de Borges; quizá no de un modo bastante ortodoxo, porque se nos ocurre destacar y exagerar lo que conviene a la exposición de este ensayo, hemos llegado a plantear una correspondencia entre el mundo vivido y el mundo narrado. Pero además hemos dicho que tal correspondencia no se encuentra en su similitud externa; pues ello equivaldría a decir que tenemos enfrente ambos mundos y podemos compararlos, sino en lo que hay de interno en cada mundo, cuyo gran punto de referencia es para cada caso, la conciencia. Conciencia del mundo que es posible desde el momento en que los personajes de una ficción, no sólo reaccionan frente a los acontecimientos que les hemos puesto delante, sino que tienen además una apreciación personal de los mismos, suscitándose en ellos una reflexión, un modo de ser que sería imposible completar por otros medios. He aquí que el efecto traslaticio con nuestro mundo puede ser logrado a cabalidad, pues qué hay de humano en el personaje que como un títere se retuerce ante un dolor que le inflingimos, pero que por vía alguna nos confirma que ese dolor existe para él, del mismo modo en que puede existir para nosotros. Sin esa conciencia tan sutil, tan inmaterial, todo el artificio se vendrá abajo, como una bien lograda escenografía de cartón. Para que nuestro escepticismo se suspenda, debemos ser inducidos en ese mundo, no por el efecto de una magnífica imitación, sino por el pathos de los personajes que lo habitan. La escenografía poco importa en este caso, pues bien podría tratarse del cartón desnudo, o de unas pocas pinceladas de pintura que sugieran un paisaje, o una habitación. Lo que hace real el efecto de un drama es lo que podemos suponer, lo que no existe como objeto mecánico para la mirada o para el resto de los sentidos, sino lo que se revela a la conciencia y sólo en ella se realiza.


Hay con todo, una dificultad para darle continuidad a esta idea. Porque es indiscernible el momento en que el arte deja de inducir por sus propios méritos y empieza la credulidad del espectador a completarlo. Entonces no podemos diferenciar ya entre una buena o mala obra de teatro, entre una ejecución excelente o de calidad mediocre, al menos no con la objetividad que desearíamos. Porque puede que por consideraciones arbitrarias, totalmente ajenas a la intención del autor o a la meta de los intérpretes, el efecto total sea bien recibido por algunos. Así, el tipo que ha sufrido recientemente una decepción amorosa, tomará el drama superfluo y falto de gusto como una gran obra de arte, reveladora de lo más profundo de su condición. Las mismas lágrimas acudirán a su rostro, el mismo pathos. ¡Y por nada! diremos nosotros, que teniendo un conocimiento claro y distinto de la calidad de la representación, le atribuimos el estado de nuestro amigo a la sugestión o a otras causas menos nobles. ¿Pero estamos en lo cierto? ¿Quién está en lo cierto a este respecto? ¿Es acaso el crítico, que tan entrenado en encontrar las fallas, ha desterrado para siempre el placer originario de la mirada, y no contempla otra cosa que una construcción de su propio intelecto?

Es tal la primacía que entregamos al espectador, que incurrimos pronto en un subjetivismo dogmático del cual no tienen salida ninguna de nuestras afirmaciones. Es el problema con el que se ha encontrado toda estética, que reconociendo la sugestión como uno de los medios por excelencia del arte, ha debido tomar por objeto de estudio a una suerte de modelo, que sólo fuera de escena se asemeja al original.



[1] La distinción entre los dos conceptos de Destino y Fatalidad, responde aquí una necesidad argumental. La Fatalidad, ciego acaso que domina el devenir de la naturaleza, y de todas las fuerzas que rodean al hombre, actúa más allá de todo conocimiento posible, la voluntad humana no puede cambiarlo, ni evitarlo, ni apurarlo, los actos y sus consecuencias están escritos hace tiempo ya. El Destino en cambio, considera que la voluntad del hombre participa de algún modo en esta escritura previa, que la completa, o la actualiza a través de su propia voluntad de vivir.

[2] Más adelante veremos cómo hay en esta condición de clausura, una resonancia con la filosofía de Leibniz, para quién toda mónada refleja el universo siendo en ellas todo proceso interno.

[3] Platón considera también al arte como mímesis, pero en el sentido de que encarna en forma sensible ideas espirituales. Por eso lo desprecia en la República y en las Leyes; porque, imitando la realidad sensible, que es, a su vez imitación de la idea ejemplar, el pintor se aleja en tres grados de la verdad.

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