No decir nada, por no estar preparado.
No escribir.
Preparar,
ejercitarse en el no decir.
Todo atisbo es incompleto, insuficiente, inverosímil.
Anotarlo, registrarlo, es una ridiculez, una vanidad deleznable.
Todos los días el absoluto se boicotea,
borra deliberadamente la memoria del mismo
paso atisbado.
Tropezamos con las mismas varas que hemos puesto para señalar el
camino.
Escribimos las mismas palabras, revueltas, forzosamente rejuvenecidas.
No hay aprendizaje, no hay más que memoria ya vivida,
olvidada
aunque, cuidadosamente archivada para su reproducción fidedigna en un futuro próximo.
Simulacros de saber. Simulacros de conocimiento.
Bocetos al vuelo de uno mismo,
en el engaño interminable de un espejo bienamado y redentor.
Saber la verdad es una ofensa: a todas las pequeñas verdades.
Conocer la palabra, ¡conclusiva! es ser aguafiestas.
Subestimar lo
infinitamente repetido.
Lo grande y lo pequeño: son pliegues, uno más grande que el otro,
sin saber cuál originó al otro.
Detalles que nos informan de la transparencia, de lo
insoportablemente cierto.
Detalles esparcidos como un puro festejo de los
sentidos; sin orden ni jerarquía,
como una alfombra persa ondulando ante
nuestros ojos,
esperando ser desagarrada en su vuelo insustancial y por ello
invulnerable.
Se podrá herir al ojo, pero la visión quedará intacta. Será el
camino pretrazado, el puro lenguaje cifrado de lo que vive, sin otro alimento
que el deseo.
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