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sábado, 20 de febrero de 2010

El fin de la escritura es el comienzo de la memoria

No decir nada, por no estar preparado. 
No escribir. 
Preparar, ejercitarse en el no decir. 

Todo atisbo es incompleto, insuficiente, inverosímil. 
Anotarlo, registrarlo, es una ridiculez, una vanidad deleznable.

Todos los días el absoluto se boicotea, 
borra deliberadamente la memoria del mismo paso atisbado. 
Tropezamos con las mismas varas que hemos puesto para señalar el camino. 
Escribimos las mismas palabras, revueltas, forzosamente rejuvenecidas.

No hay aprendizaje, no hay más que memoria ya vivida, 
olvidada aunque, cuidadosamente archivada para su reproducción fidedigna en un futuro próximo. 

Simulacros de saber. Simulacros de conocimiento. 
Bocetos al vuelo de uno mismo, en el engaño interminable de un espejo bienamado y redentor.
Saber la verdad es una ofensa: a todas las pequeñas verdades. 
Conocer la palabra, ¡conclusiva! es ser aguafiestas. 
Subestimar lo infinitamente repetido.

Lo grande y lo pequeño: son pliegues, uno más grande que el otro, sin saber cuál originó al otro.
Detalles que nos informan de la transparencia, de lo insoportablemente cierto. 
Detalles esparcidos como un puro festejo de los sentidos; sin orden ni jerarquía, 
como una alfombra persa ondulando ante nuestros ojos, 
esperando ser desagarrada en su vuelo insustancial y por ello invulnerable.

Se podrá herir al ojo, pero la visión quedará intacta. Será el camino pretrazado, el puro lenguaje cifrado de lo que vive, sin otro alimento que el deseo.

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