Escribir es abrir al lector las puertas de nuestra biblioteca. Así como yerra el orador que nos distrae demasiado adornando su traje, o haciendo gargarismos preliminares para limar las asperezas de su discurso, conviene al anfitrión del conocimiento que empiece por asear el polvo de sus estanterías y dar orden a su biblioteca. No es él quien nos interesa; son sus lecturas. Cuando éstas carecen de gusto, o se arrumban unas sobre otras sin armonía ni concierto, no hay arte que las vuelva amables al oído.
viernes, 5 de abril de 2013
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